La fundación por Constantino 1 el Grande (306-337) de la ciudad de Constantinopla en 330, fue la señal concreta de lo que ya estaba madurando desde hacía décadas en el seno del mundo romano. Eran numerosos y complejos los problemas que pesaban sobre la civilización romana, todos ellos de alcance tan vasto y profundo como para no hallar respuesta salvo a través de un prolongado y tortuoso período de crisis que llevaría al fin del mundo antiguo y al inicio de lo que solemos definir como Edad Media. La dramática situación económica, causada en amplia medida por el latifundismo, provocó una pauperización de la agricultura, uno de los pila~ res no sólo económicos sino también sociales del mundo romano. La actividad comercial no gozaba de mejor salud, pues las guerras, la inestabilidad política y la crisis financiera habían bloqueado la producción y los intercambios. Las medidas tomadas con el fin de enderezar la situación se manifestaron como meros paliativos que, en realidad, agudizaron el inmovilismo del comercio y condujeron a la creación de formas coercitivas de trabajo. El latifundismo, siempre causa de obscurantismo y cuyos resultados productivos son escasos, el abandono de muchos terrenos cultivables y la necesidad desesperada de ingresos tributarios cada vez mayores, explican la evolución hacia la estructura social de la servidumbre de la gleba, típica del mundo medieval y en la que se obligaba a los colonos a permanecer adscritos durante generaciones a la tierra que trabajaban. A la anarquía generalizada se añadían las numerosas invasiones bárbaras que el Estado combatía de modo contradictorio, buscando por una parte rechazar violentamente a los enemigos hacia las fronteras, y por otra parte admitiendo en el ejército a muchos bárbaros (sorprendente solución inspirada por la crisis demográfica). Esta situación dañó irremediablemente la unidad del Imperio y alimentó unas fuerzas empeñadas en imponer los diversos provincianismos, las cuales, cada vez con mayor decisión y arrogancia, manifestaban su propósito de alejarse de la organización centralizada de Roma.
La solución de Constantino I
A todos estos problemas, muy presentes en el seno del mundo romano ya en la segunda mitad del siglo III, trató de darles solución Constantino 1 el Grande, quien por un tiempo pareció infundir nueva vida a la figura del emperador, a la manera de los grandes soberanos del pasado. Había comprendido bien la importancia de dejar de considerar el Oriente como una provincia del Imperio, como un mero apéndice de la curia romana. En efecto, las tradiciones y el indómito espíritu de rebelión debían hallar un cauce justo y digno, y poder expresarse de acuerdo con su peculiar mentalidad. La creación de un Estado autoritario, en el que todos los poderes se centralizaban en manos del emperador, jefe político y militar indiscutido, fue el principio sobre el que Constantino 1 basó su actuación. Si fueron revolucionarios los cambios llevados a cabo por el emperador en la organización del Estado, aún más radical fue su actitud en el plano religioso. Consciente de la importancia política, social y moral de la religión cristiana (cada vez más fuerte y organizada, sobre todo en Oriente), Constantino 1 promulgó en el año 313 el edicto de tolerancia (o de Milán, por la ciudad en que publicado), según el cual el cristianismo se incorporaba a las religiones del Estado. Esta proclamación de libertad religiosa provocó un cambio de actitud por parte de la sociedad cristiana que, desde hacía tiempo, se negaba a participar en la gestión de la cosa pública, privando con ello a la potencia¡ clase dirigente de un elemento muy calificado y emprendedor. La Iglesia y sus ministros fueron adquiriendo cada vez mayor poder, secundando al emperador en el quehacer político. Constantino 1, demostrando una notable habilidad, quiso presentarse como escogido por Dios para lograr el triunfo de la Iglesia. No tardó en atribuirse el cargo de jefe de ésta, inaugurando el , cesaropapismo (o sea el desempeño de los poderes político y religioso del Estado), que si no era aceptado en Roma sí estaba difundido en Oriente.
Una ciudad entre dos mundos
Constantinopla (la antigua Bizancio y la actual Estambul) se alza a orillas del Bósforo, en una situación de bisagra entre Europa y Asia, en el corazón de aquella civilización grecooriental que conocía la figura del rey-jefe religioso e incluso la consideraba la más adecuada a la gestión del Estado (pensemos en los faraones) y le tributaba todos los honores. El Imperio romano se dividió definitivamente en dos partes (oriental y occidental), y ésta fue otra de las causas de su debilidad y decadencia. Sin duda, el diferente destino de Constantinopla con respecto a Roma vino determinado por la favorable situación geográfica de la rimera de esas capitales, por una mejor organización militar y burocrática, y por una actividad económica que Roma hacía tiempo había olvidado. Además, fue importante su capacidad para absorber adoptar las experiencias de otros pueblos, sin renunciar a la originalidad y la identidad propias. Esta esquemática introducción es necesaria para comprender no sólo el auge de Constantinopla en comparación con Roma (ésta cayó en el año 476, mientras que el Imperio de Oriente prolongó su existencia hasta 1453), sino también para una correcta lectura de las monedas bizantinas, sólo en apariencia pobres y desprovistas de interés iconográfico.
Novedades de las monedas bizantinas
Se dice que las monedas bizantinas son la continuación de las romanas. Esto es verdad en parte, sobre todo en lo que se refiere a los primeros años del Imperio de Oriente, aunque con el transcurso del tiempo la producción fue adquiriendo cada vez más características propias y originales, vinculadas a la peculiar estructura de un Estado que tenía en el componente religioso uno de sus cimientos. Dicho componente se adoptó de inmediato para singularizar las monedas bizantinas, y constituye el rasgo más destacado y el punto de renovación total con respecto a las monedas anteriores. Todos los temas iconográficos, en efecto, se centran en la propaganda cristiana y en la figura de una autoridad civil revestida de una acusadísima sacralidad. Si se comparan las monedas griegas o romanas (en las cuales también aparecían divinidades) con las bizantinas, se advierten notables y hondas diferencias. El perfil de Atenea o el rostro de Aretusa, en las monedas del ámbito cultural griego, representan un municipio (en los casos mencionados, respectivamente Atenas y Siracusa) y no un concepto religioso. Las figuras de Diana, los Dioscuros, Marte, Minerva y el resto de las numerosas divinidades que aparecen en las monedas romanas, representan una tradición, simbolizan las virtudes o las características del pueblo latino, al igual que son alegóricas las personificaciones de la clemencia, la justicia o la @, piedad. En las monedas bizantinas se encuentran la cruz y las imágenes de Cristo, la Virgen y los santos, a menudo representados en estrecha vinculación con el emperador, Se trata de una verdadera propaganda religiosa, de una especie de manifestación de los lazos indisolubles entre autoridad divina y terrena, los cuales constituyen la base de la existencia misma del Imperio, lo justifican y lo legitiman.
El arte de los grabadores
Precisamente en su figura oficial de titular del poder teocrático, el emperador asume un aspecto rígidamente convencional, iconografía ésta muy alejada de los hermosos retratos del mundo romano. Se transforma con ello en un símbolo y ya no se refiere a un tema específico. Se ha debatido mucho sobre el hieratismo, (actitud típica de un sacerdote) y la rigidez de las figuras imperiales en las monedas bizantinas. Muchos especialistas consideraban hasta hace alguni años que los grabadores tinos estaban totalmente desprovistos de sensibilidad artística y de habilidad. Lo cierto es que los artesanos que trabajaban en las cecas bizantinas eran en su mayoría excelentes cinceladores. Así lo atestiguan el cuidado y la atención puestos en la @ de las vestiduras imperiales, también éstas parte importante de los ritos en los que debía participar el emperador; y la diligencia aportada a la reproducción de los atributos del poder religioso y civil, como el orbe (esfera rematada por una cruz, que representa el poder temporal y espiritual de los que está investido el emperador), la corona, el cetro y el , mapa. Lo que aparece en las monedas no es más que la expresión del gusto figurativo del mundo oriental, mucho más inclinado a la abs, ción y el distanciaque al naturalismo. o bizantino asistimos a ¡a gran ciitusion de la técnica del mosaico, que, más allá del tema representado, determina el aplanamiento de las formas. Pues bien, de la misma manera, en las monedas se advierte un progresivo pero decidido paso de la tridimensionalidad de los retratos romanos, tan plásticos y expresivos, a la bidimensionalidad de los rostros bizantinos. También la evolución de los perfiles de los áureos romanos a la frontalidad de las figuras bizantinas se explica por el total desinterés hacia los volúmenes, la representación plástica de las formas y la caracterización psicológica: en los rostros de frente no es fácil representar con criterio naturalista los ojos, la mirada, una barbilla prominente o una nariz característica, pero esto no interesaba a los bizantinos. El retrato de perfil, por lo demás muy estilizado, se mantuvo en las monedas bizantinas hasta el siglo \Al sáo en los submúftipios de sólido (semis y tremis) y limitado en cualquier caso al ámbito de las monedas como residuo de la tradición romana. El hecho de que los artífices de los cuños raras veces busquen la-definición de un retrato, lo atestigua también el carácter a menudo puramente decorativo de la barba viril. En los retratos imperiales faltan a menudo indicaciones acerca de la edad del personaje representado, y cuando el emperador aparece con su familia (costumbre que se consolidó desde finales del siglo VI), sus hijos se diferencian por sus d mansiones reducidas: si se aislan los rostros de los jóvenes principes, no se diferencian de los de los personajes más ancianos. !> Las monedas acuñadas durante el Imperio bizantino recuperan en parte las denominaciones ya en uso en los úftimos años de la hegemonía romana. La moneda de oro bizantino, en efecto, era el solidus, introducido en la época de Constantino 1 y que luego se mantuvo como el eje de toda la economía bizantino. Constantino 1 basó su reforma monetada en el abandono de la defensa del denado, utilizado en las transacciones cotidianas y que los emperadores siempre habían protegido hasta aquel momento. El sólido se convirtió en el cimiento de la economía, el parámetro con arreglo al cual se medían los pagos de escaso volumen. El denario, ahora preferentemente de cobre, perdió todo poder de intercambio y causó una profunda crisis a gran parte de la población de artesanos y pequeños propietanos rurales. EJ Imperio de Oriente hizo suyo el sólido tanto en el peso como en la aleación, y lo conservó intacto hasta finales del siglo VI, sustrayéndolo a los procesos de degradación y devaluación (tras las diversas devaluaciones de la moneda de oro romana se había llegado al peso de 4, 54 g, equivalente a 1/72 tercio de sólido). monedas de plata, hoy todas ellas muy ras, eran el miliarense, introducido en la época del emperador León 111 (años 717-741) y la @, siliqua (1 miliarense = — 2 siliquas), que a su vez contaba con los submúltiplos de la media siliqua y el cuarto de siliqua.
Un gran número de reformas
i Los sistemas monetarios bizantinos sufrieron diversas reestructuraciones aún no aclaradas y definidas del todo. Entre las principales reformas recordemos Yla de Anastasio, del año 498, que introdujo la definición del foiiis, desde aquel momento claramente indicado y establecido por varias silas, así como provisto a menudo de ha e indicación de la ceca. ollis debe su nombre al signifioriginal de bolsa, cantidad de s que puede contener un saquio. En efecto, al principio se acostumbrapesar cierto número de monedas de cobre y, como garantía del valor declarado, se las sellaba en un saquito de cuero llamado precisamente @. Son numerosas las fracciones del foilis e interesantes las siglas con que se indican estas monedas, que tuvieron un período de gran fortuna bajo el reinado de Justiniano (años 527-565): la M y el numeral XXXX (o sea cuarenta numos) indican la unidad; la letra K y el numeral XX (20 numos), el medio follis; las letras I y B, el dodecanumo (12 numos); la I o la X, el decanumo (10 numos); la o la V, el pentanumo (5 numos). También existen monedas de 33, 16, 8, 4 y 3 numos. Las letras indicaban el valor en el mundo de lengua griega, y el numeral representaba el equivalente en el ámbito latino. Esto atestigua que la moneda bizantina tenía un vasto ámbito de circulación, y que había sustituido a la divisa romana en los intercambios de toda la cuenca mediterránea.
Una profunda crisis
El numo (nombre afín al griego antiguo nómisma, moneda, era la un¡dad de medida más pequeña entre las edas de cobre. Ya se ha dicho 1 sólido constituyó, durante unos siglos, la base de la economía bia, y durante este tiempo mantuacterísticas sustancialmente ins. En el reinado de Basilio 11 (años 976-1025), el sólido comenzó a cambiar de aspecto, adelgazando y ampliando su diámetro. Esta nueva versión del sólido, denominada stámenon nómisma, es ligeramente posterior a la introducción de una nueva versión de un submúltiplo del sólido (correspondiente más o menos a un quinto de la unidad), llamada tetarteron nómisma y acuñada a partir del reinado de Nicéforo 11 Focas (años 963-969). Los submúltiplos del sólido oñginado, semis y tremis, tienen su última emisión en las piezas acuñadas en nombre de Basilio 1 (años 867-886). El siglo Xi testimonia en la producción monetal la gran crisis económica que atravesó el Imperio bizantino: el sistema monetario, basado ahora en el stámenon nómisma y en el tetarteron nómisma, sufrió continuas devaluaciones, hasta el punto de que cuando Alejo 1 Comneno 1 (años 1081-1118) subió al trono, apenas las monedas pc dían considerarse de oro. Los discos sufren en este punto una modificación más bien in~ teresante, típica de la producción bizantina de los últimos siglos del Imperio: el metal, hasta este período más bien consistente, a veces incluso globular (como, por ejemplo, en Sicilia entre los siglos Vi¡ y ix), se adelgaza y, durante la acuñación, adquiere la forma cóncava de una escudilla. Estas monedas, llamadas esquifadas o escudilladas, presentan un diámetro mayor que el de los sólidos, son muy delgadas y los tipos resultan menos evidentes y relevantes. Se trata del hyperperon de oro y de su tercio, en electrón, aspron trachy, no ‘ mbre utilizado también para un submúltiplo de bronce destinado, con el tiempo, a devaluarse cada vez más. El nominal de electrón desapareció después de 1204, año en que la cuarta cruzada consumó la caída de Constantinopla en manos de los latinos, lo que provocó fortísimas repercusiones desde el punto de vista político, económico y militar. Menos radicales fueron, sin embargo, los trastornos monetarios: el Imperio, centrado ahora en la corte de Nicea (ciudad situada en la parte asiática de la actual Turquía), continuó acuñando los mismos nominales, aunque cada vez más devaluados. El envilecimiento progresivo e irrefrenable del metal de las monedas bizantinas durante la última dinastía de soberanos (los Paleólogos) atestigua una decadencia política y económica ya sin posibilidades de solución. La última reforma, emprendida por Juan V Paleólogo (1341-1391), abolió sin más las emisiones de oro: el sistema permaneció basado solamente en monedas de plata de amplio diámetro que sin embargo conservaron el nombre, hyperperon, de la vieja moneda de oro.
Retratos solemnes
Paralelamente a las vicisitudes económicas y metálicas de las monedas bizantinas, puede observarse un interesante recorrido iconográfico que revela cuán compleja y original fue aquella sociedad. Ya se ha subrayado el fuerte componente religioso en el interior de la organización política bizantina, el valor del rito, del símbolo, el absoluto desinterés por el dato naturalista. El rostro del emperador caracteriza toda la producción numismática bizantino y se representa principalmente de frente, entre otras razones para acentuar el valor solemne de la figura. Esta característica es compartida con el arte del mosaico bizantino (recordemos, entre tantos ejemplos, las representaciones de la basílica de San Vital, en Ravena) cuya disposición frontal de los personajes sugiere solemnidad y carácter oficial. En las monedas, los emperadores se representan casi siempre de frente, y sólo cambian los atributos: unas veces típicos de su función civil, y en otras ocasiones expresión de su poder militar, como en los sólidos de Constantino IV (años 668-685), cuya iconografía está ligada a la tradición tardorromana de la representación con atuendo militar. A menudo el emperador está acompañado de sus familiares, colocados en las mismas posturas, y a veces fianqueado por santos, la Virgen o el propio Cristo. Cristo aparece por vez primera de manera explícita en las monedas en tiempo de Justiniano 11 (años 685-695 y 705-71 1) con una imagen en extremo bella y cuidada: de frente, como es natural, con una cruz detrás de la cabeza, cabellos largos, una poblada barba y en actitud de bendecir con la mano. En el segundo período de su reinado, Justiniano 11 volvió a la iconografía de Cristo, pero algo cambiada, con los cabellos cortos y rizados, la barba apenas insinuada y el libro de los Salmos entre las manos.
Iconografia sacra
Un tema tan importante y comprometido como Cristo suscitó, empero, una fortísima polémica que se reflejó no sólo en las monedas, sino en todos los campos del arte bizantino: con León 111 (años 717-741) se inició la lucha iconoclasta, en la que prevaleció la facción que deseaba proscribir absolutamente cualquier representación en forma humana del Espíritu divino que es Dios el que destruye las imágenes sacras). La lucha se prolongó, no sin violencias ni enfrentamientos internos, hasta el año 842, año de la muerte de Teófilo y del acceso al trono de Miguel 111 (años 842-867), bajo el cual se volvió a representar con renovada atención y cuidado la imagen de Cristo, y se introdujo la refinada composición de Dios entronizado. Con León Vi (años 886-912) apareció por vez primera la figura de la Virgen, tan frecuente en el arte bizantino en frescos y mosaicos. También en las monedas, después del año 1 000, encontramos tanto la bella iconografía de la Virgen orante, en actitud de rezar con las manos abiertas vueltas hacia el cielo, como la sugestiva escena de la Virgen con el Niño. Los últimos años del Imperio se caracterizan por una iconografía muy peculiar, que sigue teniendo como protagonista a María. Una escena muy especial es la que aparece en las monedas de factura más tosca y de metal depreciado, propias de la dinastía de los Paleólogos (a los cuales correspondió, por espacio de casi doscientos años, la tarea de guiar el restaurado Imperio de Constantinopla tras el paréntesis del Imperio latino). Y en efecto puede hablarse de escena, pues se trata de una composición casi teatral: la Virgen orante está rodeada por las murallas de la ciudad, punteadas por diversas series de torres. El estilo es muy tosco, casi sumaño, pero sorprende el criterio compositivo que, en el interior de una superficie tan limitada y tradicionalmente reservada a unas pocas indicaciones, incluye el elemento espacial. En este grupo de monedas se encuentra otra composición original, la del emperador arrodillado delante de Cristo, que lo bendice. También en este caso, si se prescinde del dato estilística, la bellísima escena revela una gran frescura de ideas y apertura a las novedades. Es bastante para hablar de un renacimiento en las primeras décadas de la época paleóloga. Naturalmente, no faltan los santos entre los personajes representados: el arcángel Miguel, san Jorge y san Demetrio aparecen por vez primera bajo la dinastía de los Comnenos (a finales del siglo Xi hasta finales del Xil). Una figura muy frecuente en los reversos de las monedas bizantinas es la del ángel, Inicialmente se trataba de la Victoria alada, de derivación romana, símbolo de éxito y poderío. Durante las primeras décadas del siglo VI, la afortunada figura pagana se transformó en un ángel alado, mucho más apropiado para la religión cristiana, que los emperadores bizantinos estaban llamados a observar y divulgar. En tiempo de León 111 el Isáurico (años 717-741) se planteó una cuestión de carácter religioso y político muy compleja y delicada. Desde sus mismos albores, la religión cristiana, profesada clandestinamente durante años, no pudo impedir la proliferación de reñidas disputas sobre algunos dogmas fundamentales. Estaba muy difundida en los territorios orientales, y en neta antítesis con la mentalidad católica occidental, la herejía monofisita. Los monofisitas sostenían que en Cñsto había una sola naturaleza, la divina , monos, en griego, significa único, y physis se traduce por naturaleza), contraviniendo así uno de los dogmas básicos del catolicismo, el de la doble naturaleza, divina y humana, del Redentor. Además, en Oriente estaba muy extendida la idolatría fanática de las imágenes divinas, algunas de las cuales se denominaban achiropo ietes, o sea, no hechas por manos humanas. Esta adoración exagerada y la convicción de que la divinidad no debía representarse nunca con las imperfecciones de la naturaleza humana, dieron lugar a una reacción que de estrictamente religiosa se convirtió también en polftica: los monoflsftas tendían en efecto a un alejamiento muy claro de la Iglesia romana, en la que no se reconocían, presionando para crear una fractura incluso política en favor de la autonomía de los ámbitos grecoorientales. León se puso de parte de los monofisitas con la intención (política más que religiosa) de consumar una ruptura definitiva con el Imperio de Occidente. La creación y veneración de imágenes religiosas fue prohibida por ley. El hijo de aquel emperador, Constantino V (años 741-775), alentó auténticas persecuciones contra los católicos y contra los monasterios, que por cierto atesoraban enormes riquezas. El problema no tardó en conducir a una situación muy tensa que desembocó a su vez en una escisión entre el mundo occidental y el oriental, incompatibles desde hacía siglos por tradiciones y mentalidades. La ruptura definitiva se produjo en el siglo Xi con el cisma entre Roma y la Iglesia oriental independiente, llamada también ortodoxa, esto es, la de recta opinión. En la iconografía de las monedas, la lucha contra las imágenes comportó un mayor interés hacia la figura imperial, que se beneficiaba de aquella restricción de temas, e insistía en la propaganda sobre la propia función simbólica y el propio poder, Sin embargo, se asiste a una ulterior rigidez de las formas y a un aplanamiento del estilo. La única referencia a la religión continúa siendo la cruz, que aparece muy a menudo en el reverso de las monedas durante el período iconoclasta. La cruz no es caracteristica sólo de este período, pues ya desde la segunda mitad del siglo v aparecía con frecuencia en las monedas, en particular erigida sobre una base escalonada, reproducción del exvoto propuesto por Constantino I como símbolo de la fe victoriosa.
¿Cuándo cayó el imperio romano?
La división de los diversos períodos históricos es algo convencional, aunque se basa en importantes y profundos acontecimientos que sacudieron las civilizaciones, hasta el punto de justificar el fin de una era y el inicio de otra. A propósito de la decadencia del mundo antiguo, no todos los historiadores se muestran de acuerdo en aislar un único acontecimiento como particularmente significativo y simbólico del paso a la época medieval. Algunos juzgan precisamente el año de la fundación de Constantinopla y del traslado oficial de la corte imperial a esta ciudad, como el más indicado para señalar el fin de Roma y de lo que durante siglos había representado. Otros prefieren el año 395, año de la muerte de Teodosio, cuando se dividió concretamente el Imperio romano, hasta ese momento garante, en teoría, de la unidad de Oriente y Occidente. Muchos numismáticos hacen comenzar las monedas bizantinas a partir de Arcadio, el hijo de Teodosio al que se asignó el gobierno oriental. También hay quien ve en el saqueo de Roma, llevado a cabo en el año 41 0 por Alarico al frente de los godos, el momento más evidente de ruptura con un pasado de conquistas y de hegemonía romanas. La tradición más extendida, sin embargo, sitúa en el año 476 el verdadero fin del mundo antiguo: la deposición del último emperador, Rómulo Augústulo, débil, insignificante y muy joven (por ello apodado , Augústulo), sería el signo evidente del cambio radical de los tiempos. En todo caso, resulta obvio que el paso de un equilibrio político, social y cultural a otro se ve desde diversas perspectivas, y que son necesariamente subjetivas las interpretaciones de unos cambios tan radicales.