1

Las monedas de Alejandro Magno

A comienzos del siglo V a. C., acuñaron moneda con su nombre los reyes de Macedonia, una región al norte de la Península helénica. Con Alejandro 1 (años 498-454 a. C.) se acuñaron las primeras dracmas y las primeras estateras, que presentan un jinete con atuendo macedonia. Esta dinastía de los Argeadas, que dio hombres de la talla de Filipo II y Alejandro Magno, era considerada bárbara y extranjera por los griegos. En efecto, mientras la Península helénica registraba un constante progreso en los ámbitos social, económico y político, en Macedonia la población estaba constituida por agricultores y pastores, gobernados por una monarquía de tipo semifeudal, que había contribuido muy poco al desarrollo de su sociedad. Sólo con Filipo II (años 359 a 336 a. C.), precisamente mientras Grecia atravesaba una de sus más profundas crisis políticas, la monarquía macedonia se consolidó y se modernizó sobre la base del conocimiento y la conciencia de la validez de la cultura helénica, que se convirtió en el cimiento de la gran renovación en Macedonia. La adquisición de una salida al mar, con la anexión de las ciudades griegas del golfo Termaico, de la península Calcídica y de la costa trácica, junto con la posibilidad de explotar las minas de oro del Pangeo, incorporaron Macedonia al gran tráfico comercial y le permitieron disponer de muy notables medios financieros. En efecto, la moneda de oro, excepcional en el mundo griego, se hizo ya habitual bajo Filipo II: recordemos las estateras con la cabeza de Apolo en el anverso y la biga al galope en el reverso, que lleva también el nombre del soberano. Zeus en el anverso, y en el reverso un caballo montado por un jinete desnudo, con una palma, o un soldado con atavío macedonia, constituyen los tipos elegidos para las dos caras de los tetradracmas de plata, con explícita referencia a la descendencia de la divinidad griega, según el uso de las gentes nobles de la Hélade, con las que la dinastía macedonia ambicionaba equipararse. Zeus y su hijo Heracies son, pues, los prestigiosos antepasados de Filipo II y de su hijo Alejandro quien, tras su acceso al trono en el año 336 a. C., adopta para las monedas de plata la iconografía de Heracles tocado con la piel del león. En el reverso aparece de nuevo Zeus entronizado, con el águila y el cetro. Las estateras de oro, muy difundidas durante el reinado de Alejandro, llevan en el anverso la cabeza de Atenea vuelta hacia la derecha, con yelmo corintio ornado con una serpiente enroscada, y en el reverso la Nike (personificación de la victoria) con corona y lanza. El soberano macedonia continúa el ambicioso y previsor plan de su padre, Filipo li, tratando de asentar la hegemonía macedonia en Grecia. Educado por el gran filósofo Aristáteles, Alejandro muestra un profundo respeto por la cultura y la civilización griegas, y está convencido de que la necesaria renovación política debe llevarse a cabo bajo la égida de la siempre viva tradición helénica clásica. El sueño de un reino universal se hace pues realidad en la creación de un imperio que va de la Península griega a los valles del lndo (cerca del actual Pakistán), ocupando regiones de ilimitada riqueza material y cultural. En su fulminante conquista de regiones como Asia Menor, Mesopotamia, Egipto y territorios desconocidos e inaccesibles como los actuales Afganistán, Uzbekistán y Tadjikistán, Alejandro funda ciudades que llevan su nombre (recordemos, entre ellas, la Alejandría de Egipto, destinada a convertirse en poco tiempo en el centro más populoso y rico de Oriente) en las cuales deja guarniciones militares y un aparato burocrático que modifica profundamente aquellas regiones, donde antes prevalecían el nomadismo y una economía muy primitiva. Alejandro confiere nuevo impulso a la atrofiada economía del mundo griego y oriental, poniendo en circulación una apreciable cantidad de dinero, a través de los gastos del ejército, imponentes obras públicas, los premios a los veteranos y la soldada a los mercenarios. El problema de las monedas de Alejandro Magno radica precisamente en la dificultad de identificarlas, dada la pluralidad de las cecas que emitían monedas con su nombre. En conjunto, sin embargo -y en esto hallamos una gran novedad y una profunda renovación respecto a la tradición griega-, se puede hablar de una moneda uniforme aun en su multiplicidad, unificada en los tipos y en los pesos, basada en el uso del oro y la plata, como para representar la unión de la civilización persa, más dada a la utilización del oro que la griega (recordemos la producción de los daricos), cuya moneda se basaba en la plata. Con el propósito de simplificar y unificar los diversos sistemas ponderases griegos, Alejandro adoptó el pie ático para todas sus monedas.

El imperio universal

Del análisis de los tipos monetales de Alejandro se obtienen numerosísimos datos de su programa político y de su ambicioso designio de crear un imperio universal. En los tetradracmas, es muy hermoso el rostro masculino vuelto hacia la derecha, con la piel del león con el que luchó y al que venció Heracies en uno de sus proverbiales trabajos, colocada a guisa de yelmo. La expresión, muy intensa, transmite un mensaje de resolución, poder y nobleza, dotes todas ellas necesarias para quien se propone ser un gran conquistador, capaz de empuñar con fuerza las riendas de casi todo el mundo civilizado de entonces. Se reconoce con bastante unanimidad que esta figura masculina es precisamente Alejandro. Resulta indudable que los rasgos son muy característicos, pero en cualquier caso el retrato no se aparta mucho de otras personificaciones de divinidades que ya hacía tiempo figuraban en las monedas griegas, como, por ejemplo, el perfil de Zeus en un tetradracma acuñado por Filipo li, padre de Alejandro. La idea de Alejandro Magno consistía en adscribirse a una tradición sólida tanto en Occidente como en Oriente, e insistir en esta dirección incluso en el ámbito monetario, entonces más que nunca instrumento ideal de divulgación y propaganda. Sirviéndose de una imagen que no rompiera demasiado con la tradición y que además se remitiera explícitamente a una descendencia olímpica, el objetivo podía considerarse cubierto en Grecia, muy vinculada a sus propias divinidades y desde hacía tiempo habituada a verlas representadas en las monedas. Alejandro debía contar, sin embargo, con la tradición oriental, que deseaba ver a su soberano identificado con una divinidad. En Egipto se hizo coronar faraón, obteniendo del oráculo de Amón la investidura y la confirmación de ser hijo del dios. También para estas áreas geográficas la elección iconográfico de AlejandroHeracies tuvo un impacto muy positivo y respondía a la tradición. Por ello tendemos a conservar una imagen idealizada, la que aparece en los tetradracmas de Alejandro, aun reconociendo que representa algo nuevo en aquel proceso hacia la veracidad naturalista que conducirá a los retratos propiamente dichos. Éstos los hallaremos unos años después en los bustos de los diádocos y de los epígonos de Alejandro (los sucesores que se repartieron el inmenso territorio de sus conquistas), que mucho más que él precisaban ser reconocidos en sus fisonomías para poder mantener la autoridad. Alejandro era un símbolo, representaba el poder constituido y poco importaba cuáles fueran sus verdaderos rasgos; pero cuando la autoridad se pone constantemente en discusión, cuando son frecuentes y repentinas las sucesiones de los soberanos en el poder, como sucedió después de la muerte de Alejandro, se vuelve más importante divulgar con precisión la imagen de quien ostenta ese poder. Volviendo a los tetradracmas, observemos el muy interesante reverso que representa a Zeus entronizado y con los símbolos de su poder: la figura, aun evocando la famosa estatua de Fidias (segunda mitad del siglo V a. C.), presenta los cánones artísticos de la cultura helenística, que privilegian el movimiento, el claroscuro y cierta dramatización. En efecto, aunque la divinidad se representa en posición sedente, no resulta en absoluto estática: un pie está adelantado con respecto al otro, el torso aparece en tres cuartos, los pliegues de la vestidura quedan resaltados, y los brazos no se accionan de manera simétrica.




Los tipos de monedas griegas

La dracma era al comienzo la principal unidad ponderal. Luego, con este término se designó también una moneda de plata. La dracma representaba en peso la mitad, mientras que el entero lo constituía la estatera, que cuando ésta era de oro equivalía a 20 dracmas. Los tipos, o sea la figura u objeto representado, que aparecen en las monedas griegas suelen consistir en el emblema de la ciudad o del soberano, y constituyen el elemento que les confiere el poder de circular. A menudo la imagen principal se acompaña de figurillas colocadas en el campo o en el exergo (pequeño espacio en la parte baja de la moneda): en este caso se hablará de símbolos, que están vinculados a acontecimientos concretos, como en el caso de una Nike (figura alada que representa la Victoria) o de una panoplia (armadura de soldado expuesta como trofeo de guerra) tras una batalla de resultado favorable. Un ejemplo de esta última representación lo hallamos en las monedas de Siracusa, probablemente emitidas para celebrar la derrota de Atenas tras la invasión de Sicilia.

Una extraordinaria variedad

En los comienzos de la producción monetal griega, encontramos un predominio de figuras de animales (pensemos en el toro y el león en las monedas de Acanto, en Macedonia, de la primera mitad del siglo V a. C.) o de seres fantásticos, como la Gorgona (presente en las monedas de Oibia, colonia fundada por Mileto a orillas del mar Negro, hacia el año 400 a. C.) y el grifo (que aparece en las acuñaciones de Abdera, en Tracia, que pueden fecharse hacia los años 530-500 a. C.). Los temas se inspiran también en plantas (el apio en el caso de Selinunte, la rosa en el de Rocas) y en cuanto tuviera relación con el culto o con las actividades principales de la ciudad emisora, ya fueran agrarias, comerciales o marítimas: recordemos el atún de Cízico, el racimo de uvas en Naxos, la espiga de trigo en Metaponto, el trípode en Crotona, la jarra y la copa en Tasos y Quíos. Hay también algunos tipos llamados parlantes porque se sirven de juegos de palabras para consignar el nombre de la ciudad: la foca sugiere Focea y el león, Lentini. En la elección del tipo es muy importante el elemento religioso: Atenea para Atenas, Artemisa para Éfeso, Poseidón para Posidonia (nombre griego de Paestum), Aretusa para Siracusa. En el reverso encontramos elementos vinculados al culto de divinidades como la lechuza, el ciervo (en las monedas de Caulonia) o el águila de Zeus. El héroe Taras representado como jinete de un delfín en las monedas de Tarento se referiría, por su parte, al mito ligado a la fundación de la ciudad. Entre las monedas que remiten a divinidades, merece particular interés la espléndida personificación de Apolo en las monedas de Clazomene, en Lidia, obra de Teodato y que puede fecharse en el año 360 a. C. : el retrato del dios, visto frontalmente, lo resuelve el autor con gran plasticidad y sentido del movimiento. Además, la expresión de poderío y crueldad, característica de Apolo, se sugiere sencillamente, con unos pocos trazos en los ojos y en la boca.

La iconografia de la magna Grecia

La difusión de la moneda se produjo de Oriente a Occidente, por lo que necesariamente, si bien con cierto retraso, en el transcurso del siglo V a. C. las ciudades de la Magna Grecia y de Sicilia hubieron de organizar sus propias emisiones. En el sur de la península, las primeras ciudades que acuñaron moneda son Cumas, con el tipo de la concha, y Terina. Luego, en la segunda mitad del siglo V a. C., Nápoles (Neapolis significa ciudad nueva, ) produce piezas que presentan en el anverso la cabeza de la sirena Parténope y en el reverso, el tipo del toro androcéfalo barbado, evidente referencia al dios fluvial Aqueloo, que lo había engendrado. Nacen a continuación las cecas de Heraclea y de Turi, que emiten monedas con la representación del toro embistiendo, mientras que Tarento inicia la famosa serie del jinete sobre un delfín. En Reggio aparecen en las monedas la biga de mulas y la liebre corriendo. La elección de estas dos iconografías tan curiosas y singulares remite a episodios ligados a la vida de la ciudad: la primera celebra la victoria de Anaxilas, tirano de los años 494 a 476 a. C., obtenida en la carrera de bigas tiradas por mulas celebrada en Olimpia; la segunda recuerda la introducción de la liebre en Calabria, hecho probablemente de gran resonancia. En Sicilia encontramos la ceca de ZancieMessana (nombre antiguo de Messina), que produjo didracmas con el tipo del león frontal y la proa de nave durante la ocupación de los samios, y luego monedas con los mismos tipos que Reggio tras su conquista por Anaxilas.

Las monedas mas bellas del mundo

Las consideraciones sobre la valía de los artífices de las monedas de Italia meridional nos llevan a referirnos a las de Siracusa, consideradas las más bellas del mundo. El esquema iconográfico siguió siendo el mismo bastante tiempo, pero contrariamente a lo que se ha observado en el caso de Atenas, el estilo cambia sensiblemente en el transcurso de los años, en una evolución y con soluciones de categoría artística como para dar lugar a un caso único en la historia de la numismática. Siracusa, que, no lo olvidemos, aún se regía por un gobierno oligárquico encabezado por un tirano, había escogido para sus monedas una cuadriga en el reverso, y el perfil de la diosa Artemisa Aretusa rodeado por cuatro delfines en el anverso. En el año 480 a. C., Siracusa derrota a los cartagineses en la batalla de Himera, y en recuerdo y como celebración de esta victoria el tirano Gelón manda acuñar tetradracmas con esta iconografía. Se llaman Demareteia, en honor de la esposa de Gelón, la bellísima Demarete, a la que los prisioneros cartagineses ofrecieron sus coronas: con la plata de éstas se acuñaron las monedas. Estos tetradracmas llevaban también en el anverso un león corriendo colocado en el exergo, probablemente símbolo de la vencida Cartago. La hermosura de la diosa Artemisa Aretusa y la dulzura de sus rasgos la elevan a la categoría de símbolo de la armonía. El tema lo resuelven a lo largo del tiempo de manera diversa y espléndida grabadores de gran valía, a los que cabe incluso el honor de firmar sus obras. Hacia los años 440-430 a. C. aparecen en las monedas los nombres de Eumenes, Frigilo y Evéneto. Tras la batalla del año 413 a. C., en la que los siracusanos vencieron a los atenienses, se acuñaron diversas decadracmas grabadas por el gran Evéneto, por Cimón y por Euclidas, este último autor de unos tetradracmas rarísimos que presentan a Aretusa de frente. También Agrigento, que había adoptado en los albores de su producción monetal el tipo del camarón, hacia finales del siglo V a. C. acuña una serie de decadracmas de gran belleza y muy raras: en el anverso se representan dos águilas que despedazan una liebre, escena que evoca los versos de un coro del Agamenón de Esquilo; y en el reverso hallamos una cuadriga de caballos lanzados al galope, sobrevolada por un águila con una serpiente entre las garras; abajo, el antiguo símbolo de la ciudad, el camarón. Otra ceca que puede atribuirse una pequeña obra maestra entre sus emisiones es Catania. Hacia el año 415 a. C., Heráciidas, otro gran artesano-artista, graba los cuños para un espléndido retrato de Apolo, de mirada relampagueante de poder y de soberbia, con la cabellera dispuesta d una manera que se convierte casi en una forma decorativa. Numerosas y no menos interesantes son las demás cecas de la Magna Grecia. Entre las ciudades de fundación aquea: Tarento, colonia de Esparta, con sus delfines; Metaponto con la espiga; Síbaris con su figura que mira atrás; Crotona con el trípode. Locris, fundada por los locrios, con el águila que ataca la liebre. Posidonia, la romana Paestum, también con el tipo del toro. Cumas, fundada por colonos de Eubea hacia mediados del siglo VIII a. C., con la concha. Velia con el león. En Sicilia, además de las ya citadas monedas de Siracusa y Agrigento, recordemos Gela, con los tipos de la cuadriga y del toro androcéfalo; Palermo con las cabezas de caballo, Segesta con el perro, Centuripe con la lira. La gran novedad con respecto a la producción griega radica en que se acuñan numerosas monedas de bronce, y es interesante recordar que este metal es característico de las monedas romanas. El impulso al progreso recibido desde las tierras colonizadas fue verdaderamente notable. Los asentamientos griegos solían efectuarse en las regiones de economía y cultura más bien atrasadas, a las que los colonizadores imprimieron un considerable y a menudo decisivo desarrollo, por lo general de manera pacífica. Los benéficos influjos de esta fértil unión entre cultura griega y mundo indígena se dieron también en las zonas itálicas no directamente colonizadas por los helenos, e incluso en la Grecia propia, puesto que la expansión colonial estuvo en la base del desarrollo económico de todo el mundo griego, y condujo a la superación de la economía de tipo agrario. La misma forma en que se emprendió esta colonización permitió mantener vivos y vitales muchos elementos específicos de los pueblos autóctonos, y se creó una cultura extremadamente rica y adaptable que a veces precede en el tiempo a las innovaciones de la madre patria (en cuanto a evolución social o política) y la supera en las nuevas formas de actividades culturales y espirituales como la poesía, la historiografía y el pensamiento científico.

Influencia en la Península ibérica

La colonización griega se extendió por todo el litoral del mar Negro y Mediterráneo, además con una considerable penetración en Asia. Su influencia cultural destacó en los países de su entorno, la actual Italia y Turquía. En la península Ibérica la presencia griega fue patente en todo el litoral del Mediterráneo, pero sólo hay constancia de acuñaciones de monedas en el Emporitón (Ampurias) y Rhode (Rosas). De estos asentamientos, el primero fundado por la colonia griega de Marsella, y el segundo por griegos procedentes de la isla de Rocas. Fueron productores de bellas dracmas con las leyendas de Emporitón y Rodetón, ya desde el siglo IV a. C. ; utilizando los tipos de caballo parado alado y la rosa abierta, respectivamente. No cabe la menor duda que estas ciudades fueron las primeras en introducir la moneda en la península, dando origen en las mismas cecas a las primeras acuñaciones ibéricas tan extendidas durante los siglos siguientes por toda la península.




Las monedas de Grecia

No es fácil seguir un criterio de clasificación para las monedas griegas: las poleis eran numerosísimas, y casi todas, por razones comerciales y por orgullo nacional, se organizaron para acuñar sus propias monedas. No había uniformidad en los sistemas de peso, y muchas ciudades adoptaron los mismos símbolos o tenían idénticas letras distintivas. Por último, faltan las fechas. Para distinguir las más de treinta cecas activas en la península griega y en las islas (a las que hay que añadir las cecas de África, de Asia y, naturalmente, de la Magna Grecia), pueden adoptarse diversos parámetros.

Criterios de clasificación

Muchos de los especialistas más acreditados en la clasificación monetaria griega se han atenido a una simple distinción geográfica, que asigna a cada polis la descripción de los diversos tipos a ella atribuidos. Otros prefieren clasificar según las diversas autoridades emisoras, distinguiendo entre emisiones de ciudades autónomas, emisiones bajo soberanos y tiranos (como para Macedonia, Siracusa, Siria, Egipto o Persia), emisiones de monedas ciudadanas (bajo la dominación romana) y monedas coloniales. Una clasificación muy interesante es la basada en el análisis estilística, que asigna a la moneda la dignidad artística, que sobre todo a las monedas griegas les corresponde con todo derecho. Los metales característicos de la producción griega fueron el oro, la plata y el bronce (más raramente el electro, usado sobre todo en Asia Menor). Tanto el oro (en realidad utilizado más bien tarde, a fines del siglo V a. C., y siempre en casos extraordinarios) como la plata (el metal que verdaderamente distingue las acusaciones griegas) se emplearon siempre en estado puro. El peso se establecía con gran atención y seriedad. El verdadero escollo para definir la moneda helénica radica precisamente en la multiplicidad de los sistemas ponderases con los que deben hacerse los cálculos: el sistema persa o microasiático, difundido en Asia Menor (adoptado por Creso y por los persas, pero también usado en la península itálica: Reggio, Cumas, Sicilia y Etruria); el sistema fenicio, extendido entre los fenicios en África, en algunas regiones de la Magna Grecia y en Macedonia antes del advenimiento de Alejandro Magno; el sistema ático, empleado, con algunas variantes, en Atenas y en Corinto y luego adoptado en el imperio macedonia y en la Magna Grecia, y por último el sistema eginético. Por lo que se refiere al período arcaico, ya os hemos referido a las , animales simbólicos de las acuñaciones de Egina, decididamente afortunadas en la solución formal y en la circulación, muy duradera. Si Egina dirigió su comercio principalmente hacia Oriente y al mar Egeo, Corinto, la segunda ciudad griega que acuñó moneda (hacia finales del siglo VII a. C.), desarrollaba sus actividades sobre todo en los mercados occidentales, en la Magna Grecia. Sus monedas fueron conocidas con el nombre de potros porque en el anverso llevaban la figura de Pegaso, el mítico cabalo alado capturado por Belerofonte. En un imer momento, las monedas de Corinto presentaban en el reverso una simple señal de punzón, pero la iconografía se fue perfeccionando con el grabado del retrato de Palas Atenea, diosa protectora de la ciudad, tocada con el yelmo corintio. Una famosísima imagen de la misma diosa la hallamos en las monedas de Atenas, la otra importante ceca de Grecia continental. La interpretación de los primeros tipos de la ceca ateniense es más bien controvertida: a las didracmas arcaicas acuñadas aún según el sistema eginético, y con la imagen del ánfora, siguieron las monedas de la reforma de Solón (año 590 a. C.), con los llamados tipos heráldicos. Seitam, un especialista en la materia, ha demostrado que los diversos tipos que figuran en las monedas de este período (por ejemplo el caballo) aparecen asimismo en los escudos de los nobles guerreros que decoran la cerámica. Otra teoría sostiene que estos símbolos señalan a los magistrados anuales de Atenas o bien que tienen significado religioso. En realidad, éste es un terreno muy incierto, en el que una hipótesis no excluye la otra. Muy pronto, hacia el año 525 a. C., las monedas de Atenas adoptarán la iconografía que conocemos mejor: la de la cabeza de Atenea en el anverso y una lechuza, el animal sagrado de la diosa, en el reverso. Una fórmula destinada a durar años y a ser reconocida y ampliamente imitada (la imitación es una señal inequívoca del éxito obtenido por una moneda y de la prosperidad del Estado que la emite). A comienzos del siglo VI a. C., la moneda circula corrientemente en la cuenca del Egeo, en el interior de Grecia y en las regiones de Asia Menor, y es interesante destacar que son muchas las características comunes de las monedas de esta primera producción, lo que demuestra los estrechos contactos comerciales y culturales en la zona. En todas las monedas de este período hallamos el reverso grabado en hueco y no en relieve. Evidentemente, para garantizar la bondad del metal y el peso, bastaba la figura del anverso. Cuando más tarde se introduzca también la iconografía en el reverso, las ventajas no serán sólo de orden estético: el nuevo elemento, en efecto, servirá para diferenciar los valores de las monedas. Las primeras producciones monetarias carecen de inscripciones y de leyenda: son, pues, anepigráficas. A veces, como en el caso de las monedas de Corinto que presentan la inicial del nombre de la ciudad en caracteres arcaicos, hallamos una letra distintiva; pero aún no era necesario aportar indicaciones más precisas y circunstanciadas de la ciudad emisora: el tipo figurativo característico, reconocible y adscribible con facilidad y certeza a la autoridad de emisión, constituía un elemento suficiente de garantía, válido para aceptar y cambiar las monedas.

Las lechuzas atenienses

Durante mucho tiempo, Atenas, que debía importar la plata y cuyo comercio se veía obstaculizado por la opulenta Egina, situada enfrente, hubo de contentarse con una posición mercantil más bien modesta. Cuando en el siglo VI a. C. se descubrió la rica mina del Laurio, la situación mejoró mucho, sostenida por un deseo creciente de expansión de los atenienses y, sobre todo, por un nuevo orden social que, dada su modernísima concepción, no podía dejar de favorecer el progreso económico y social. La reforma de Clístenes (fines del siglo VI a. C.) llevó al pueblo a participar en el ejercicio del poder, por vez primera en la historia de la humanidad, mediante un sistema de democracia directa. Otra innovación revolucionaria: la pertenencia a las diversas clases no se basaba ya en la renta agraria, como se había establecido en tiempos de Solón, sino en relación con el dinero en efectivo. De este modo, el poder económico era accesible también, y sobre todo, a los artesanos y a los comerciantes. Un cambio social tan importante condujo muy pronto a Atenas a convertirse en una encrucijada de fermentos ideológicos y comerciales de gran importancia: la difusión de la nueva moneda ateniense de plata, el tetradracma, que valía cuatro dracmas, revolucionó los equilibrios comerciales del mundo griego en detrimento de Egina y de las demás monedas hasta entonces fácilmente aceptadas en los diversos mercados (se han encontrado monedas de Atenas en España y en las regiones interiores de Asia). Tras las importantísimas victorias conseguidas sobre los persas (recordemos Maratón en el año 490 y Salamina en el año 480 a. C.), Atenas se dispone a convertirse en la ciudad hegemónica de Grecia, una supremacía que en ocasiones aplicará de manera más bien prepotente y violenta, como cuando mandó suprimir las muy odiadas tortugas, en el año 456, decisión ejemplar para demostrar su predominio político y comercial. Observando la iconografía de las monedas de Atenas, resulta evidente un estilo arcaico que halla su paralelo en el arte contemporáneo: el hermoso perfil de Atenea reproducido en los tetradracmas presenta el ojo dispuesto frontalmente, como en ciertas pinturas de vasos; además, la enigmática sonrisa de la diosa imita la actitud de los famosos kuros o curos del siglo VI a. C., en los que es manifiesto el esfuerzo por idealizar la figura humana sin representar pasiones, sean éstas de gozo o de dolor. La presencia de la figura humana, un tema privilegiado en el arte griego, se da por vez primera y con una selección iconográfico muy innovadora, precisamente en las monedas de Atenas. Por lo que se refiere a las variantes de este esquema iconográfico, pueden observarse los diversos tocados de la diosa. Inmediatamente después de la aplastante victoria del 480 sobre los persas, a Atenea se la representa con una corona de laurel. Aparte éste y otros cambios menores, las monedas de Atenea permanecieron casi invariables unos 200 años, o sea hasta el año 250 a. C. La explicación de semejante conservadurismo hay que buscarla precisamente en el inmenso éxito que esta divisa tuvo entre todos los pueblos que mantenían intercambios comerciales con los griegos. Probablemente se temía que una modificación sustancial de la iconografía despertara desconfianza entre los poseedores, y hubiera podido insinuar la idea de un cambio político en el seno de la polis, cuando la estabilidad era un elemento fundamental para definir una buena divisa.




Bancos de Babilonia y monedas persas

Los antiguos mostraban preferencia por dos metales: oro y plata. Esta predilección la justificaban muchos factores, que nos remiten a las condiciones que determinaron el uso del metal como pauta de valor para el intercambio comercial. Era necesario que el material fuese raro, pero no demasiado; que resultara bastante maleable a fin de poder ser elaborado, pero lo suficientemente duro para conservar ciertas características sin alterarse al pasar de mano en mano; que no se oxidara ni sufriera otros inconvenientes que disminuyeran su peso y su valor; y, sobre todo, que se reconociera con facilidad por el peso, color y sonido. Estas características se encuentran concretamente en la plata y en el oro, que muy pronto se eligieron como los mejores metales para acuñar moneda. Una distinción un poco escolar y simplista atribuye el oro a las monedas de las grandes dinastías de monarcas y la plata, a las repúblicas independientes: los reyes de Lidia, los Aqueménidas de Persia, el imperio de Alejandro Magno y de los diádocos -sus sucesores- produjeron monedas de oro en gran cantidad; las poleis griegas y la República romana, en cambio, prefirieron poner en circulación piezas de plata. Esta distinción, aunque muy genérica, no deja de encerrar un fondo de verdad. Durante muchos siglos, Oriente prefirió el oro. Las primeras monedas de este metal las encontramos en Lidia, la región de Asia Menor heredera de un gran imperio central que había tomado el oro, aun antes de utilizar la moneda, como punto de referencia para todos los intercambios y valores. En la Mesopotamia del IV milenio a. C., floreció una de las mayores y más antiguas civilizaciones, la de los sumerios. Mesopotamia país entre ríos, el Tigris y el Éufrates, hoy repartido entre Irán e lrak) se hallaba en una posición excepcionalmente afortunada, tanto por la fertilidad del terreno como por su condición de encrucijada de caravanas de mercaderes, que le permitía controlar el tráfico desde el mar Egeo al golfo Pérsico. En esta civilización nació y se difundió la escritura (hacia el año 3200 a. C.), precisamente por la necesidad de , marcar y diferenciar las numerosas mercancías de los diversos artesanos y campesinos que llevaban sus productos a las grandes ciudades para intercambiarlos. La población estaba organizada en ciudades templo, en cuyo interior la clase sacerdotal representaba, además de la autoridad religiosa, el poder económico y político. En una civilización tan compleja y organizada penetró el elemento semítico tras la invasión de pueblos que los sumerios no supieron contener (su gran debilidad se debía a la ausencia de unidad política y militar). Entre los diversos reinos formados en este período, el de Babilonia adquirió importancia preeminente, y dio nombre a toda la civilización mesopotámica durante varios siglos (aproximadamente de los años 2000 a 562 a. C.), aunque en esta región se sucedieron y alternaron varios pueblos, entre ellos hititas y asirios.

Los bancos – templos babilonicos

Nos hemos referido a las ciudades babilónicas como ciudades templo, para subrayar la importancia que este lugar de culto revestía en el seno de la civilización que comentamos. En torno al III milenio a. C. surgieron y se difundieron los zigurats, torres que se elevaban en terrazas decrecientes, con un templo en la cúspide y una escalera exterior de acceso (es famosísima la torre de Babel bíblica). Aunque con el paso del tiempo la monarquía fue afianzándose cada vez más, la clase sacerdotal continuó ocupando una posición de gran prestigio y disfrutando de enormes privilegios: además de controlar la instrucción y la cultura, también era depositaria del poder económico. En los templos se acumulaban, en efecto, riquezas fabulosas procedentes en parte de las ofrendas de los fieles y en parte del rendimiento de las tierras y de las manufacturas que pertenecían a la divinidad. El oro se almacenaba en los lugares sagrados junto con las muestras de piedra que servían como unidades de peso, por lo general zoomorfas, o sea en forma de animal: en Babilonia tenían figura de pato; en Egipto, probablemente en recuerdo del uso del ganado en los primeros intercambios, su aspecto era de cabeza de buey. Los templos se convirtieron así en lugares oficiales de verificación de pesas y medidas, además de estar destinados al , pues cada ciudad tenía un sistema propio de normas ponderales. Al principio, las transacciones se desarrollaban en el interior de los recintos sagrados, ante los sacerdotes, que controlaban que fuesen correctas y garantizaban su legalidad estampando sellos. La acumulación en los templos de estos contratos, los depósitos de metal precioso, siempre en aumento, y la necesidad de una gestión y una contabilidad de los fondos, determinaron que en los lugares de culto se crearan los primeros bancos comerciales. Muy pronto, además de los bancos templo surgieron los bancos privados, como testimonio de la gran capacidad de este pueblo emprendedor. Con los primeros banqueros no tardó en difundirse la actividad crediticio. Los préstamos concedidos se gravaban con unos intereses elevadísimos, y ello principalmente por razones sociales. Quien obtenía un préstamo disfrutaba ya de una posición desahogada o era propietario, y podía conseguir grandes beneficios gracias a esta nueva disponibilidad de riquezas: así, estaba en condiciones de mejorar sus cultivos y recoger cosechas más abundantes, y de aumentar las adquisiciones en países extranjeros y revenderias con altísimas ganancias.

Sistemas de pesos y medidas

Aun siendo los pueblos mesopotámicos muy avanzados y organizados, no habían llegado a usar la moneda. Se empleaba el sistema de relacionar las mercancías, en las transacciones, con un producto patrón, que no sólo era el oro y la plata, sino también la cebada. Precisamente en este producto se basa el sistema métrico de los babilonios, llamado sexagesimai porque descansaba en el número 60 y sus múltiples y submúltiplos. Un total de 180 granos de cebada constituían el sicio (8 gramos), y 60 sicios formaban la mina (medio kilo). En el vértice del sistema estaba el talento, que se aproximaba a los 30 kilos. Dicho sistema se usó en todo Oriente durante muchos siglos, y se difundió también en Grecia hasta la introducción del sistema decimal, más práctico y basado en los diez dedos. Siempre se trató exclusivamente de un parámetro ponderal, y nunca se convirtió en moneda. También el oro y la plata, en este primer momento, se utilizaron según una proporción de peso: oro 1, plata 13, 5, según la relación entre año solar y mes lunar. Sabemos el gran valor que tenían la astrología, la astronomía y la matemática para la sociedad babilónico, y la importancia de estas disciplinas llegó a condicionar los sistemas métricos. Después del 1200 a. C., el panorama político de Asia Menor sufrió notables y fundamentales transformaciones: a lo largo de las costas se inició la primera colonización griega, en el interior nacieron varios reinos autónomos, como el de los frigios, y más tarde (siglos VII-VI a. C.) el reino de Lidia, con capital en Sardes. En este reino, heredero de la gran cultura mesopotámica, la dinastía de los Mermnadas emitió piezas de metal, ya pesadas y aquilatadas, garantizadas por el símbolo real: la cabeza de león que hallamos en las primeras monedas de electrón.

Las monedas de los persas

El sistema bimetálico, basado en una relación fija entre oro y plata, fue adoptado por los persas cuando, en el siglo VI a. C., conquistaron Lidia, toda Anatolia, las ciudades griegas de la costa y Babilonia (año 539 a. C.). Con Darío 1 (años 522-486 a. C.), el imperio alcanzó una extensión enorme: comprendía el Alto Egipto, las llanuras asiáticas hasta el lndo, el Cáucaso y el desiedo de Arabia, cubriendo unos 7. 000. 000 kM2. Fue importante su obra de organización, pues trató de conciliar un fuerte control central con las tradiciones locales. La circulación monetaria en el interior del imperio se efectuaba en dáricos (del nombre de Darío) de oro y en sicios de plata. Unos y otros, por vez primera en la historia de la numismática, representaban en el anverso una figura humana armada con arco y lanza: el retrato del Gran Rey, con el uniforme de los arqueros de su guardia. En estas monedas coexisten de manera significativa y moderna el concepto de poder regio, que legitima la pieza, y la característica distintiva de Darío y de los reyes que se sucedieron en la dinastía de los Aqueménidas: su papel de grandes militares y conquistadores. Los dáricos de oro pesaban 8, 5 gramos, y el sicio de plata mantenía con el oro una relación de 1: 1 3 y 1/3; por tanto, un dárico correspondía a 1 1 2 gramos de plata. Este criterio se basaba en el postulado de que entre oro y plata había una relación siempre fija. Incluso en un sistema comercial arcaico como el persa, no era posible mantener inmutable esta proporción sin falsear las reglas del mercado. Entonces (como hoy) esta relación variaba de manera autónoma por razones de especulación, tesaurización o producción.

Un viaje largo y fatigoso

A modo de ejemplo de cómo se llevaban a cabo las transacciones comerciajes en el mundo mesopotámico, describamos brevemente los intercambios con Kanis, una de las más importantes colonias asirías en Anatolia entre 1900 y 1800 a. C. Este centro comercial distaba más de 800 km de la metrópoli y se encontraba en una región muy inaccesible, a la que sólo podían acceder caravanas de asnos. En la estación favorable (en invierno se interrumpían los contactos), partían de la capital grandes cantidades de plomo y estaño extraídas de las minas asirías, telas y damascos. A la llegada de las mercancías, tras el largo y difícil recorrido, habían multiplicado su precio: los metales costaban el doble que a la partida, y los tejidos, el triple. Naturalmente, el viaje era muy costoso, pero merecía la pena emprenderlo porque los beneficios eran muy elevados. Además, los comerciantes conseguían reducir gastos ahorrando en el salario de los conductores de asnos. También la venta de estos últimos en el lugar de destino constituía una fuente de notables ganancias. Para el transporte del oro y la plata obtenidos de las ventas, se empleaban correos, también muy usados para la correspondencia.




John Law: la emisión de papel moneda en Francia

La primera experiencia europea de emisión de papel moneda en grandes cantidades y a escala nacional tuvo como protagonista al escocés John Law, y concluyó con una auténtica catástrofe para Francia. Todavía hoy el juicio de los historiadores no es unánime sobre este personaje, al que puede considerarse uno de los primeros financieros de Estado de la historia económica. Para algunos sólo fue un aventurero; para otros, un genio que no tuvo suerte. John Law, que en el período de máximo auge obtuvo el título de barón de Lauriston, nació en Edimburgo en 1671. Se entregó con entusiasmo al estudio de la economía, primero en Londres, donde quedó impresionado por el naciente sistema bancario, intuyendo sus grandes ventajas, y luego en Amsterdam, donde aprendió las técnicas del juego en la bolsa. Estas experiencias lo convencieron de que el bienestar de un país estaba vinculado a la expansión del crédito. En la base de sus teorías estaba la idea de que el sistema no sólo debe tener a su disposición recursos suficientes y contar con hábiles empresarios que puedan desarrollar las actividades económicas, sino que también debe estar dotado de un fuerte y eficaz apoyo bancario. Este último debe promover el crédito y una circulación monetaria (que él consideraba la savia vital de todas las actividades) adecuada a las necesidades, consición que Law tenía por indispensable para difundir el bienestar. Se mostraba favorable, además, a una circulación totalmente en papel, más cómoda y cuyos costos de producción eran casi nulos. John Law elaboró estas ideas extremadamente modernas en dos obras, Proposal and Reasons for Constituting a Council of Trace ín Scotland (Propuesta y razones para constituir un consejo de comercio en Escocia) y Money and Trace (Moneda y comercio). Se dirigió luego a las principales cortes europeas para hacer propaganda de su sistema, pero sólo se le tomó en consideración en Francia, donde por entonces gobernaba, en nombre de Luis XV, todavía niño, el duque Felipe de Orleans.

Los financieros

El regente y su gobierno hacía tiempo que estaban agobiados por la desastrosa situación de las arcas públicas, vaciadas a causa de las enormes deudas contraídas por el Rey Sol, Luis XIV, para financiar sus numerosas guerras y para hacer frente a los disparatados gastos de la corte, En la Francia de la época, la gestión de las finanzas estatales se , adjudicaba a los riquísimos financieros que se ocupaban de la recaudación de impuestos. Constituían un potente grupo de presión y mantenían en un puño al Estado, pues con el tiempo se habían convertido en sus financiadores más importantes, atrayéndose por ello el odio del pueblo y de los nobles. La actividad bancaria seguía siendo, no obstante, más bien modesta: la desarrollaban comerciantes-banqueros, los cuales traficaban con las letras de cambio y gestionaban depósitos y préstamos de pequeños ahorradores y comerciantes. Había también notables diferencias entre las dinámicas economías mercantiles de Inglaterra y Holanda y la francesa, sustancialmente agrícola. Además, los beneficios derivados de la explotación de las colonias francesas eran decepcionantes, en tanto esas ganancias estaban en el origen de la riqueza de los competidores ingleses y holandeses. En esta situación, las propuestas de Law podían parecer la panacea de los problemas de Francia. Para sanear la deuda pública, Law propuso fundar un banco público que anticipara al erario el ingreso por impuestos, a través de la emisión de billetes, y que gestionara en régimen de monopolio el comercio colonia¡. Este primer proyecto no fue aceptado, entre otras razones por la fuerte oposición de los influyentes financieros, que veían amenazados sus privilegios. La desconfianza no afectaba al uso del papel moneda, pues ya se había recurrido a él a principios de siglo con la emisión de los llamados billetes de moneda, recibos a quien entregaba luises de oro y escudos para reacuñar, y que percibía un interés del 4 %. Esos recibos fueron utilizados durante un tiempo como medios de pago. Law no se rindió, y propuso la fundación de un banco privado de depósito y descuento, que fue autorizado por veinte años y se abrió en 1715. Su Banque Générale era una sociedad anónima, cuyo capital estaba dividido en acciones. Los negocios empezaron bien, pues Law había introducido en Francia procedimientos desconocidos, como la transferencia bancaria, y sobre todo porque la nueva institución resultaba extremadamente competitiva. Las letras de cambio se descontaban aplicando un interés del 4 %, mientras que cualquier particular no pedía menos del 30 %. El estatuto de la banca, aprobado por el gobierno con notables limitaciones a raíz de las presiones de los financieros, no preveía la posibilidad de prestar dinero al Estado o a los particulares. Los billetes eran emitidos contra depósito de moneda efectiva, y pagaderos a la vista. El valor se expresaba en escudos de banca, una moneda no circulante pero que correspondía a una cantidad invariable de oro y de plata. A causa de las numerosas devaluaciones sufridas por el circulante metálico, los billetes fueron aceptados con entusiasmo, tanto, que en breve tiempo el Estado autorizó su uso incluso para el pago de los impuestos. Law instituyó además la Compagnie du Mississippi, una sociedad que obtuvo por veinticinco años el monopolio de la explotación de Luisiana, por entonces colonia francesa. Law hizo correr el rumor de que en aquel territorio abundaba el oro, e inmediatamente se encontraron los primeros suscriptores del capital, que se fijó en 100 millones de libras tomesas. Siempre con el propósito de liquidar definitivamente la deuda pública, el gobierno acordó con Law que éste le cederla el capital de la sociedad a cambio de una renta anual de 4 millones, para dar viabilidad efectiva a las operaciones de la compañía. Con el apoyo cada vez más decidido del gobierno, en 1718 la Banque Générale se convirtió en estatal, y cambió su nombre por el de Banque Royale. En este punto podían comenzar las emisiones de billetes ya no vinculadas a los depósitos, sino a las exigencias de la economía.

El papel moneda de Law

Los billetes, cuyo valor se expresaba en libras tornesas, y por tanto en moneda corriente, fueron emitidos por la banca en valores de 1 0, 1 00 y 1. 000 libras, y se difundieron en breve tiempo. Mientras tanto, la hostilidad de los rivales continuaba creciendo. Algunos de ellos ofrecieron al regente una elevada suma a cambio de la concesión de la recaudación de impuestos. Se proponían cobrar en billetes y luego presentarlos a la Banque Royale en cantidades enormes, para cambiarlos por moneda metálica, provocando con ello su quiebra y la consiguiente ruina de su fundador. Habiendo intuido el peligro, Law ofreció una suma más elevada, y obtuvo para la banca la concesión de la recaudación. En este punto había conseguido realizar el sistema sobre el que teorizó en sus primero escritos: parecía funcionar muy bien, tanto que fue nombrado controlador general de finanzas, una especie de ministro de economía del reino de Francia. Pero Law debía tener en cuenta las férreas leyes económicas. Para expandir la compañía, que ahora se llamaba Compagnie des lndies, el gobierno autorizó la emisión de nuevas acciones, que el mercado acogió favorablemente. Su cotización continuaba subiendo, por lo que se desencadenó una gran especulación: para permitir el pago de las acciones de la Banque Royale, emitió cantidades crecientes de billetes, y en el transcurso de pocos meses circuló un monto superior a los mil millones de libras tornesas. Gentes de todas partes acudían a París a adquirir las acciones de Law con el señuelo del enriquecimiento. El declinar comenzó cuando algunos accionistas comenzaron a cambiar los billetes por moneda metálica: la cotización de las acciones empezó a caer, además porque de Luisiana no llegaba el oro tan pregonado. Los inversores trataron de realizar el valor de las acciones, multiplicando las adquisiciones con los billetes obtenidos por la venta, lo que provocó un fuerte aumento de los precios. Se había creado un desequilibrio entre circulación de papel moneda, superior a 2. 500 millones, y la efectiva disponibilidad metálica, que no llegaba a los mil millones. La situación se veía agravada por el pánico extendido entre todos los poseedores de acciones y de papel moneda, lo que hizo perder al gobierno y a Law el control de la situación. El banco logró cambiar sólo los billetes de 10 y de 100 libras, mientras que los de 1. 000 y de 10. 000 se cambiaban por la mitad de su valor, hasta que se retiraron, con la promesa de convertirlos en títulos de deuda pública. Se fijó el límite de agosto de 1721 para entregar el papel moneda a fin de convertirlo. Casi medio millón de personas se encontró con un papel inservible y fue a la ruina, pero a John Law es preciso reconocerle algún mérito. Ante todo, cuando su sistema fue liquidado, la deuda pública del reino de Francia había disminuido en más de la mitad; y el comercio colonia¡, que corría el riesgo de quedar gravemente relegado respecto al de las naciones rivales, experimentó un notable impulso. La Compagnie des lndies sobrevivió y se amplió, y con ella toda la flota mercante francesa. Pero conviene destacar que durante más de cincuenta años nadie en Francia quiso volver a oír hablar de papel moneda y de bancos, y esto retrasó la adopción de un sistema crediticio adecuado. Law se vio obligado a refugiarse primero en Bélgica y luego en Venecia, donde murió en la miseria a los 58 años.




La precursora Suecia y los primeros billetes japoneses

En el campo numismática, Suecia ha sido precursora por partida doble: en la emisión del primer billete de banco europeo, y en la de la moneda más pesada. Empecemos por describir esta última, entre otras razones porque el traslado casi imposible de aquellas piezas favoreció el uso del más cómodo papel impreso. La historia de Suecia desde mediados del siglo XVII hasta mediados del siguiente, se caracteriza por una notable inestabilidad. Las continuas guerras, con Rusia o con los demás Estados vecinos (imperio alemán, Polonia y Dinamarca), trastornaron el sistema económico sueco, que desde 1632, con la muerte del rey Gustavo Adolfo, entró en una fase de lento pero irreversible declinar, En los decenios que siguieron, Suecia no conoció un momento de paz, y para tratar de subsanar la situación económica, los soberanos se empeñaron en una política de conquista. Los éxitos no siempre favorables de los conflictos provocaron períodos de notable escasez de circulante, sobre todo de oro y de plata.

El banco de Estocolmo

Por otra parte, Suecia disponía de ricas minas de cobre, y a menudo echó mano de este recurso natural para dotarse de monedas reservadas a la circulación interna. Entre 1644 y 1776, las cecas de Avesta, Arboga, Ljusmedal, Semian, Estocoimo y otras menores acuñaron o, mejor, forjaron gruesas piezas de cobre y de bronce, a las que se atribuyó valor monetario, y que se llamaron plátmynt, literalmente monedachapa. A veces se. usaban piezas de cañón, como para las primeras plátmynt, que se fundieron durante el reinado de Cristina. La forma era generalmente cuadrada: en los cuatro ángulos aparecían las insignias reales, y en el centro constaba el valor correspondiente en moneda de plata, llamada syif-mint. Con el tiempo, el cobre perdió sensiblemente valor respecto a la plata, pero las cecas continuaron respetando la relación’peso-valor entre los dos metales, por lo que la plátmynt correspondiente a 10 daler de plata, hoy rarísima, pesaba 19 kilos y 700 gramos; la pieza de 8 daler pesaba 14 kilos y medio, y se iba descendiendo hasta el medio daler, que rozaba el kilogramo. Son evidentes los problemas que, podía crear el uso monetario de estas gruesas barras de metal: así, por ejemplo, para transportarlas se fabricaron bolsas especiales, de cuero, que iban cosidas a las sillas de los caballos, y hubo que proveerse de carros con cajones de madera para contener las monedas. Mientras tanto, en 1656, el financiero Johan Paimstruch obtuvo permiso del rey Carlos X Gustavo para abrir en Estocoimo un banco de cambio y préstamo. En 1660, el Stockhoims Banco estaba ya en dificultades, debido en parte a la escasez de los depósitos, y en parte a causa de la inflación que, a aquel ritmo, hubiera llevado la plátmynt de 10 daler a superar los 20 kilos. Por estas razones, y también para permitir una más ágil financiación de las cajas reales oprimidas por las deudas, Palmstruch solicitó permiso al gobierno para emitir billetes de banco en régimen de monopolio, permiso que se le concedió. El primer billete propiamente dicho salió del Banco de Estocolmo el 16 de julio de 1661. Con estas emisiones, el gobierno sueco podía hacer frente, a la vez, a la falta de monedas y a las consecuencias, en el peso, de la disminución del valor del cobre. Resulta obvio, en efecto, que acuñar nuevos daler según la inflación habría sido dispendioso, además de muy difícil, El banco de Paimstruch permitió un respiro a las finanzas públicas emitiendo estas credityf sediar, o sea notas de crédito que se sustituirían por monedas metálicas en cuanto fuera posible. Los ejemplares que nos han llegado son de 10 daler y en casi todos consta el año de emisión: 1666. La forma es rectangular, de color blanco, con un marco preimpreso qué’ encierra el epígrafe donde se indican las características del título y su valor. Se escribían a mano el número de serie, que se encuentra arriba, y las firmas, ocho en total, que garantizaban la emisión. La primera firma arriba a la izquierda corresponde a Johan Paimstruch. Pero a partir de 1663 el precio del cobre comenzó a aumentar, y los acreedores solicitaron cada vez con mayor frecuencia el cambio de los billetes por moneda metálica, hasta el punto de que en pocos años condujeron al banco a la liquidación y a su clausura. Transcurridos unos años más (1668), el gobierno fundó el que hoy es el Sveriges Riksbank, un banco público de depósito que reanudó la emisión de billetes en la primera mitad del siglo siguiente. Ya nos hemos referido a recibos bancarios, promesas de pago, cartas de crédito aceptadas como dinero, y papel moneda de necesidad y obsidional (moneda acuñada en una plaza sitiada). ¿Qué diferencia estas emisiones de los primeros billetes suecos? Ante todo, éstos no se emitían con el respaldo de un depósito, y por otra parte eran moneda legal, o sea que representaban por ley la cantidad de moneda indicada en ellos. Los billetes estaban impresos, y su valor nominal se expresaba en números redondos. Eran impersonales, y ello permitía que se transfiriesen sin necesidad de endosos; o sea que se trataba de títulos al portador. Todas estas características los convierten en el primer caso en la historia de un medio de pago con las características de los modernos billetes de banco. Este primer ejemplo fue emulado por el noruego Jorgen Thor Mohien. En 1695 este empresario creó un verdadero imperio comercial basado en las materias primas, que importaba de todo el mundo, y de hecho controlaba casi todos los intercambios de los países que se asoman al mar Báltico, en materia de cuerdas, aceite, jabón y pólvora. Su gran poder económico permitió a Mohien obtener del gobierno noruego el cargo de consejero económico. Pero ni siquiera sus actividades se sustral . eron a las turbulencias del período por el que estaba atravesando Europa, y muchos barcos de su flota fueron víctimas de las continuas guerras que afligían los mares europeos. Esto alarmó a gran parte de sus acreedores, que comenzaron a reclamar la restitución de sus préstamos. Fuerte en su cargo político, Mohien obtuvo entonces del gobierno la autorización para emitir papel moneda hasta el regreso a puerto de lo que restaba de su flota. Estos billetes deberían sustituir temporalmente la moneda corriente, pero no se ganaron la confianza de los acreedores que, apenas los hubieron recibido, los presentaron al cambio en metálico. Mohlen, abandonado por todos, se declaró en quiebra y murió insolvente.

Mientras tanto en el Japón. . .

Si Suecia emitió el primer billete de banco de tipo moderno, China fue el primer país que utilizó el papel como medio monetario, ¿Podía quedarse atrás el Imperio del Sol naciente? Las primeras emisiones japonesas las provocó involuntariamente el gobierno de los sh(5gun, que favorecía el aislamiento del país, evitando todo contacto con el mundo exterior. Un poco de historia permite comprender mejor este aislamiento extremo, que duró varios siglos. El emperador del Japón, el mikado, reunía en su persona desde tiempo inmemorial las funciones de jefe de la religión shinto y de gran feudatario de las provincias autónomas del Imperio. Ya en el pasado, lo mismo que hoy, las funciones efectivas de gobierno las ejercían otros, sobre todo miembros de las familias nobles. Así, en el siglo Xi dominó la familia Fujiwara, únicamente gracias a su tradicional posición como suministradora de las esposas de los emperadores. Tras una guerra civil, fomentada por estas turbulentas familias de extracción militar y por sus intrigantes administradores, los vencedores recibieron del emperador el título de shógun, que significa jefe del poder militar. Los shógun desempeñaron durante siglos un papel determinante en la historia y, sobre todo, en la cultura japonesa. Dominaron el país hasta la revolución de 1868, y forjaron con la fuerza de las tradiciones militares y con un emperador cada vez más aislado, pero también cada vez más divinizado, las características que hoy día continúan distinguiendo a los japoneses. Antes de la revolución de 1868, el Estado se basaba en una constitución que se había ido formando en el transcurso de tres siglos de dominación de la familia Tokugawa. Según estas leyes, el Imperio del Japón se dividía en diversos feudos autónomos al frente de los cuales se hallaban los daimyó, feudatarios que ejercían el poder de manera prácticamente absoluta. Quienes sostenían militarmente a los daimyó eran los famosos samurai, que se transmitían el oficio de soldado de padre a hijo. Sujetándose a una etiqueta rigurosísima, el emperador se veía obligado a vivir en aislamiento en el interior de la ciudad santa de Heian, que, tras la revolución, tomó el nombre de Kyoto. Afortunadamente para él, se había abolido la costumbre de cambiar continuamente la ciudad sede de la corte, basándose en el principio de que a la muerte del mikado la ciudad se volvía impura. Los shógun, por el contrario, mantenían contacto con todos y ejercían con plenitud su poder efectivo de gobierno. A la población, predominantemente campesina, correspondía la tarea de garantizar la opulencia de las clases dominantes. Resulta evidente que se trataba de una organización más bien artificioso que podía mantenerse sólo mediante un riguroso y total aislamiento, el cual comenzó poco después de los contactos iniciales con el mundo occidental. Los primeros en entablar relaciones con el Imperio del Sol naciente fueron los comerciantes portugueses en el siglo XVI. Con ellos se inició también una primera tentativa de introducir la religión cristiana, a cargo de los jesuitas encabezados por san Francisco Javier. El largo proceso de aislamiento se inició violentamente pocos decenios después; todos los conversos al cristianismo y los occidentales residentes fueron aniquilados. Sólo se permitió a los holandeses establecerse en la pequeña isla de Deshima, en el golfo de Nagasaki.

Los Yamada-Agaki

Precisamente por aquellos años, casi a la vez que en Suecia, el Japón hubo de recurrir a emisiones de papel moneda. El aislamiento, en lugar de incrementar la producción, incentivar el consumo interno y promover, por tanto, el desarrollo económico, provocó un proceso defiacionista. Como a menudo sucede en estos casos, la fuerte caída del consumo y de las necesidades redujo el uso de monedas de alto valor, en especial las de oro y plata, y aumentó las necesidades de moneda corriente, Los frugales campesinos japoneses trataron de poner remedio a este problema fragmentando las monedas de plata, los cho-gin, con el fin de crear pequeñas piezas y usarlas como moneda de poco valor. En torno a 1620, el gobierno shógun prohibió la partición de las monedas, y un comerciante de Yamada empezó a sustituir las piezas de cho-gin por algunos recibos de lingotes de oro o plata. Se trataba de pequeños haces de tejido, más largos que anchos, en los que se imprimían diversos timbres y sellos y que recordaban vagamente cintas. Se denominaron yamada-agaki y representaron el primer tipo de papel moneda japonés, que mantendría la forma de cinta, o al menos el formato vertical, en las primeras emisiones oficiales de 1867. Después de la experiencia positiva de los yamada-agaki, bien aceptados tanto por el pueblo como por los nobles, muchos daimyó comenzaron a emitir para sus propios territorios billetes diversamente ilustrados y con timbres y sellos de garantía personalizados, Siguieron emisiones, siempre privadas, de ciudades, templos y comerciantes. Durante mucho tiempo se emplearon tipos de billetes extremadamente variados que, de forma inevitable, condujeron a una situación caótica. El papel moneda del Estado no se implantó hasta 1867, y este retraso se explica por la extrema lentitud de la monolítica burocracia imperial, excesivamente ligada a una rígida etiqueta y al respeto de la tradición, lo que la hacía refractaria a aceptar las novedades, Contribuiría a romper definitivamente el aislamiento del Japón un período de carestía y de malas cosechas de arroz que causarían otro caos monetario, debido a una enésima carencia de circulante y, en particular, de moneda corriente.

inglaterra::El nacimiento del banco de Inglaterra

En la Inglaterra del siglo XVII, las principales funciones bancadas, o sea el depósito, el préstamo y el cambio, las realizaban los orfebres, los goldsmlhs, que llevaban a cabo las mismas actividades que los lombards o banqueros de origen italiano. Unos y otros habían desplazado a los judíos, a quienes Eduardo I despojó de sus bienes y expulsó en masa en 1290. Los goidsmiths se dedicaban sobre todo a adquirir y vender monedas extranjeras, al comercio de metales preciosos y a la valoración de las monedas. Junto a estas actividades predominantes, se desarrollaban otras, como la aceptación de monedas que los comerciantes de ftaban en sus cajas fuertes, en cierto modo tal como hacemos hoy cuando confiamos nues tros bienes más preciados a las cajas de seguñdad de los bancos. Depósitos de este tipo se hacían también en los bancos gestionados por los lombards y en la Torre de Londres, donde tenía su sede la ceca real, a fin de acogerse a la garantía del soberano. Pero los reyes, como ya hemos explicado, tenían continua necesidad de afrontar ingentes gastos, y no era fácil frenar los abusos, incluso en un país como Inglaterra, donde el Parlamento procuraba tradicionalmente poner coto a las decisiones autoritarias del soberano. Una de estas ocasiones se dio en 1640, cuando Caros I no consiguió la aprobación de nuevos impuestos para financiar la guerra que estaba librándose con Escocia. Por toda respuesta, el soberano se apoderó a la fuerza de 140. 000 libras esterlinas depositadas en la Torre de Londres por los comerciantes de la ciudad. Las gentes confiaron entonces sus depósitos a las más seguras cajas fuertes de los orfebres de la capital, que así empezaron a desempeñar la función de cajeros de sus cliente de los que recibían ingresos y a los que reinte graban cantidades. Cuando los depositante tenían necesidad de disponer del dinero, lo orfebres les expedían billetes con la promesa d pago, llamados goldsmith note, que eran cam biados libremente, dado que todos los conside raban dinero propiamente dicho. Junto con estas promesas escritas, circulaba las órdenes de pago emitidas por los deposi tantes, semejantes a los actuales talones también garantizadas por los depósitos. Con 1a promesa de pago, transferible a otras personas, el banquero se comprometía a pagar cierta suma que se podía rescatar con la simple presentación del billete en cualquier banco. Se trata, pues, de un verdadero billete de banco, que circula según los criterios que todavía hoy regulan la emisión y el uso de este tipo de moneda: el valor indicado en el título está garantizado de hecho por una institución bancaria, y el billete puede ser cambiado en cualquier momento en moneda efectiva. Las promesas de pago de los orfebres estaban caracterizadas por la fórmula que sigue presente en los billetes británicos: como ya sucedía con las letras de cambio, también en estas antiguas órdenes de pago el banquero formulaba con claridad el compromiso de pagar la suma indicada a quien presentase el título en una ventanilla bancaria I promise to pay the bearer . . . . Con el tiempo, y registrándose una actividad cada vez más extendida de los goldsmiths, el gobierno acabó siendo también su cliente, y de hecho les confió la gestión de la deuda pública. Además, se solicitó a los goldsmiths que anticiparan, contra el pago de un interés, las sumas procedentes de la recaudación tributaría.

El mayor banco del mundo

En 1667, la noticia de que barcos enemigos holandeses habían remontado el Támesis y se disponían a bombardear Londres, extendió el pánico y desencadenó una carrera para retirar los depósitos. Cinco años después, otro más de los muchos golpes de mano de la Corona, provocó una gravísima crisis de los goidsmiths. Para continuar la guerra contra Holanda, el rey Carlos II necesitaba un millón y medio de libras esterlinas, una suma enorme en aquellos tiempos. Por sugerencia de sus consejeros, el soberano suspendió por un año todos los pagos a los orfebres. Sucedió, en otras palabras, lo que desde hace tiempo muchos consideran que puede suceder hoy, o sea la consolidación o congelación de la deuda pública, lo que ahora como entonces sería una verdadera catástrofe. Eso provocó otra carrera para retirar los depósitos, que los orfebres no pudieron atender con celeridad. La medida tuvo notables consecuencias legales, pero los efectos fueron desastrosos sobre todo para los pequeños ahorradores: pese a que los goldsmiths recurrieron a la Cámara de los Lores, que les reconoció sus derechos, durante un tiempo sólo se pagaron los intereses de las deudas pendientes, y luego, a principios del siglo XVIII, ni siquiera eso. El hundimiento de la confianza del público en la solvencia del Estado aumentó las dificultades del erario, dado que ahora resultaba casi imposible obtener préstamos. En esta situación, cobraba actualidad el proyecto de crear un banco público, presentado en 1688 por el caballero escocés William Paterson, y patrocinado por Lord Montague, alto funcionario de la Tesorería real, y que tras prolongados debates fue desechado, La ocasión que dio origen a la fundación del Banco de Inglaterra fue la acostumbrada necesidad urgente de las cajas reales de una enorme cantidad de dinero. En 1694, la guerra contra Luis XIV había entrado en una fase crítica: el gobierno inglés precisaba un préstamo a largo plazo de 1. 200. 000 libras esterlinas. Quienes estaban dispuestos a suscribirlo se reunieron en una sociedad por acciones, The Governor and Company of the Bank of England, y quedaron convencidos tras una serie de ventajas garantizadas por la ley de 25 de abril de 1694, llamada Tunnage Act, o sea ley del tonelaje. El pago de los intereses se les aseguró mediante algunos nuevos impuestos que gravaban el tonelaje de los barcos, la cerveza y los licores, lo cual devengaría la suma de 96. 000 libras esterlinas, o sea el 8 % del préstamo suscrito. La ley también concedió a la recién nacida sociedad la posibilidad de custodiar depósitos, admitir ingresos y efectuar pagos por cuenta de los depositantes, descontar letras de cambio y conceder préstamos garantizados por mercancías. Además, dado que para desarrollar estas actividades los depósitos y las 96. 000 libras de intereses ingresados anualmente por el erario resultaban insuficientes, la ley autorizó a la sociedad a emitir billetes con el valor fijo de 20 libras, por un importe igual a su capital, o sea 600. 000 billetes en total. Al contrario que los billetes de los goidsmiths, éstos carecían de cobertura metálica, pues sólo estaban garantizados por el crédito del Estado. Se trata, pues, de la primera gran emisión de papel moneda completamente fiduciaria de la historia europea. Los primeros billetes devengaban intereses, y además constaba en ellos el nombre del beneficiario y la fecha de vencimiento. En todos figuraba la fórmula ya presente en los billetes de los orfebres: I promise to pay the bearer . . . , que se mantuvo también en los primeros billetes propiamente dichos del Bank of England emitidos a comienzos del siglo XVIII, cuando ya no pudieron cambiarse y se convirtieron en pagaderos al portador, o sea con la simple presentación del título y sin necesidad de identificar al poseedor. El Banco de Inglaterra era una institución que representaba los intereses de la burguesía turera y mercantil londinense, nces en pleno desarrollo, que se raponían a los de muchos propies de tierras, los financieros y los pios orfebres-banqueros, que operaban en competencia con el nuevo banco. Al comienzo, trataron de contraponer al Banco de Inglaterra otra institución de crédito que habría debido prestar al Estado una suma mucho más elevada y con un interés menor, pero el intento no tuvo éxito. A continuación trataron de provocar la crisis del banco reuniendo billetes por un monto de 30. 000 libras y presentándolos en las ventanillas para cambiarlos por moneda metálica. El Banco de Inglaterra se negó a efectuar la conversión y logró superar las dificultades, aunque esta decisión determinó la depreciación de los billetes en un 17 %. El banco prosiguió la actividad entre altibajos, como, por ejemplo, el hundimiento general del crédito y la suspensión de pagos, debidos a problemas con las colonias americanas. Pero acabó consolidándose sobre todo por la continua necesidad de préstamos de las cajas públicas. En 1709 se decidió duplicar el capital, que se suscribió en pocas horas, entre otras razones porque el Estado promulgó una serie de normas que garantizaron de hecho al Banco de Inglaterra el monopolio de la emisión de billetes en la ciudad de Londres. Desde 1745 se emitieron valores de 5, 10, 20, 50, 100, 200, 300, 500 y 1. 000 libras esterlinas, cuyo aspecto exterior permaneció casi incambiado hasta 1956. Estrechando cada vez más las relaciones con el gobierno, y gracias también a la revolución industrial, que hizo de la Gran Bretaña la nación más rica y poderosa del mundo occidental, el Banco de Inglaterra se convirtió en la mayor institución bancaria del Imperio británico y en el más importante banco emisor del mundo. Su solidez se hizo proverbial: todavía hoy se dice as safe as the Bank of England, o sea tan seguro como el Banco de Inglaterra.




Nacimiento de la bolsa y de las operaciones con títulos

Hacía tiempo que los comerciantes se reunían para intercambiar títulos y para fijar los precios de las mercancías y los cambios de las monedas. En Barcelona desde el siglo xil existía la profesión de corredor, que ejercían en las ferias y entorno a las Taules de Cambi, en 1652 se crea en Madrid la casa de contratación. En Venecia se juntaban en el puente de Rialto y en Londres, en Lombard Street. En Brujas, a mediados del siglo XVI, los comerciantes comenzaron a frecuentar la explanada situada ante el palacio de la familia Van der Burse, y parece que de ahí deriva el término bolsa para designar los mercados de las mercancías y de los valores. En 1571, sir Thomas Gresham creó la Bolsa de Londres, que acabaría convirtiéndose en el famoso Royal Stock Exchange. A Gresham se debe también una de las más notables leyes económicas: dadas dos monedas de igual valor nominal pero de distinto contenido intrínseco, la peor, o sea la de valor metálico menor, es la única que circula.

El caso de los tulipanes

En el siglo XVII, Amsterdam se convirtió en la plaza financiera más importante de la cristiandad. En este mercado tuvo importancia relevante la contratación de mercancías al por mayor, en particular la relativa a los bulbos de flores que se importaban de Oriente y que, por ser un bien raro y precioso, desencadenaron una de las más famosas especulaciones de todos los tiempos, que llevó a la ruina a muchas personas. Pese a ello, el cultivo de los bulbos cobró importancia para la economía holandesa, aseguró ganancias elevadas a los cultivadores y contribuyó a desarrollar las actividades del puerto de Amsterdam, que ya por entonces se contaba entre los más importantes del mundo. En Amsterdam se intercambiaban también títulos, sobre todo obligaciones y acciones de las compañías holandesas e inglesas creadas para la explotación comercial de las colonias, como las de las Indias orientales y occidentales. Las operaciones con títulos dieron lugar al agiotaje, una de las formas más fraudulentas de especulación. Los comerciantes y los agentes con más influencia conseguían hundir o elevar el valor de determinados títulos simplemente difundiendo bulos, como, por ejemplo, la muerte de algún personaje importante o el inminente estallido de una guerra, lo que desencadenaba el pánico entre compradores y vendedores. Estas grandes especulaciones confirmaron la importancia de las acciones para la vida misma de las sociedades, por lo que otros países siguieron el ejemplo de Amsterdam, dando paso a sus propios mercados financieros.

Moneda de cuenta y moneda de banco

Desde la reforma monetaria de Carlomagno en el siglo ix hasta la Revolución francesa, en casi toda Europa el valor de los bienes más comunes se expresaba en libras, unidad dividida en 20 sueldos y 240 dineros. En la historia de la economía se tienen numerosos ejemplos de otras monedas de cuenta, o sea no acuñadas, que servían para comparar el valor de las mercancías y de las monedas en circulación. En Francia se calculaba en livre tournois, en Inglaterra en pounds o libras esterlinas, en Alemania en pfund o mark. El aumento de los intercambios intensificó el uso de la moneda, mientras las acuñaciones de varios Estados cayeron en el desorden y la desorganización. El derecho de acuñar moneda estaba excesivamente repartido entre príncipes, ciudades Estado más o menos libres, obispos y abades, reyes y duques. El gran fraccionamiento, la diversidad de las unidades de medida de peso en diferentes Estados, el que cada gobierno hiciera circular en su territorio monedas extranjeras, todo ello impulsaba necesariamente a fijar en moneda de cuenta los precios de los bienes y de las numerosas especies metálicas en circulación. Los gobiernos, por su parte, emitían edictos que establecían el valor en moneda de cuenta de todas las monedas nacionales y extranjeras cuya circulación estaba autorizada. Estos valores variaban especialmente a causa de las modificaciones de la relación de cambio entre oro y plata, debidas en particular a la fluctuante disponibilidad de ambos metales. del siglo XVI al XVII, sobre todo a causa de las cantidades de metales preciosos procedentes del Nuevo Mundo, se pasó de la relación 1 a 10, esto es, un gramo de oro por 1 0 de plata, a la relación 1 a 14, 5. Las estrechas relaciones que vinculaban entre sí las monedas y los mercados monetarios, se resentían también de los acontecimientos políticos. La guerra de los Treinta Años (1618-1648), por ejemplo, que convulsionó Alemania y Suecia, provocó un diluvio de monedas falsas, y multiplicó la emisión de las de valor nominal muy superior al intrínseco, que se difundieron en muchos Estados europeos. El desorden en las monedas comenzó a interesar a personalidades de la ciencia, entre ellas al gran astrónomo Nicolás Copérnico (1473-1543), que se dedicó a la reforma del sistema monetario de los Estados polacos. Todas las operaciones de bolsa se desarrollaban en moneda de cuenta, mientras que las operaciones bancarias se atenían a la moneda de banco. Los bancos, convertidos en referencias cada vez más importantes para los operadores, hacían uso de esta moneda suya particular para registrar los ingresos y los reintegros de los clientes, que podían hacerse en monedas de diversos tipos, incluidas las desgastadas por el uso o por la intervención de quienes las raspaban adrede.

Las fichas para hacer cuentas

Los comerciantes, obligados a efectuar cálculos cada vez más difíciles, utilizaban diversos métodos para hacerlos más fáciles. Uno de los más curiosos se remonta a la tradición mercantil holandesa. Desde fines del siglo XIV a finales del Xvili, comerciantes, bancos, erario, cambistas e instituciones religiosas y comerciales holandesas se servían de fichas para el llamado cálculo de líneas: una especie de ábaco con el que se conseguían realizar con rapidez las cuatro reglas elementales. Como base de trabajo se usaba una superficie plana (un paño, un tablero o una mesa) en la que estaban trazadas líneas paralelas y equidistantes. Las líneas que se sucedían de abajo arriba representaban las unidades, las decenas, las centenas y los millares. Para limitar el número máximo de fichas por línea a cuatro, se convenía en que el espacio libre encima de cada línea correspondía al quíntuplo del valor numérico de la línea inferior. Este método, que puede parecer complicado pero que, en realidad, resulta muy práctico, no era original: ya en la antigüedad se calculaba con fichas de hueso o de piedra. En Holanda se acuñaban en las cecas oficiales utilizando aleaciones de cobre, estaño y bronce. Al no estar vinculadas a simbologías oficiales, las imágenes acuñadas en las fichas holandesas suministran noticias preciosas sobre la vida cotidiana. Son frecuentes las escenas de siega y de siembra, o las representaciones de varios oficios, como el de cambista y alquimista. Pueden seguirse también los avances técnicos en las embarcaciones o en los grandes dispositivos empleados por los holandeses, como las dragas y los molinos de viento. Son innumerables las escenas de guerra o las alegóricas extraídas de la Biblia. A veces las representaciones que adornan estas fichas bordean la ironía y la sátira política, campos a menudo desconocidos en las acuñaciones monetarias. Las fichas tuvieron amplia difusión en Inglaterra y en Francia donde, al escasear las monedas, en ocasiones las sustituían. Para métodos de cálculo más avanzados habrá que aguardar a 1642, año en que Blaise Pascal inventó a los diecinueve años la máquina calculadora para ayudar a su padre en sus cuentas como intendente de finanzas.




Historia del banco de España

En 1829 nació el Banco Español de San Fernando prácticamente como una sociedad liquidadora del Banco Nacional de San Carlos. Fue creado por la Real Célula del 9 de julio de 1829, con un capital de 60 millones de reales divididos en 30. 000 acciones de 2. 000 reales. La deuda del Estado con el Banco de San Carlos ascendía en 1829 a 309. 475. 984 reales, de los cuales sólo pagó 40 millones en efectivo para saldarla. Esto llevó al banco a la quiebra, pero los accionistas del San Carlos recibieron a cambio acciones del nuevo Banco de San Fernando por la diferencia. Los estatutos, redactados por Sainz de Andino, especificaban como fines la emisión de billetes al portador para Madrid, el descuento y como prestamista del Tesoro. Básicamente no era un banco de depósitos, y sus operaciones se veían limitadas por el temor a sufrir la penosa suerte de su antecesor. Con ello su actividad fue restringida, y no llegó a utilizar ni la mitad de sus activos en los primeros cuatro años de vida. Su preocupación era atender los billetes circulantes en Madrid y los créditos del Estado. Con la guerra carlista (1833-1839), el Estado requirió la atención del banco, al extremo que se convirtió en un apéndice de éste, colocándolo en continuos apuros económicos. Las operaciones con particulares quedaron marginadas, y la entidad desembocó en una situación precaria, hasta el extremo de que para mantener el precio de las acciones se vio obligado a comprar parte de ellas.

El banco de Isabel II

En 1840, como consecuencia de la desamortización, la actividad del banco aumentó, pero no por ello dejó de mantener su estrecha vinculación con el Estado, que duró hasta 1843. Esta circunstancia frenó sin duda alguna la economía del país, pues faltaban instituciones de crédito que facilitaran recursos al comercio y la industria. Fue entonces cuando José Salamanca, junto con otros capitalistas y comerciantes, propu so la creación del Banco de Isabel 11 (enero de 1844). El Banco de San Fernando se opuso a la iniciativa, pero el mismo mes empezó a funcionar el de Isabel II. El primero tenía el monopolio de emitir billetes, por lo que al segundo se le autorizó a emitir “cédulas al portador”. El capital fundacional fue de 100 millones de reales repartidos en 20. 000 acciones de 5. 000 reales. Su método de operar más moderno que el de su antecesor, promovió una rivalidad entre ambos que contribuyó a mejorar la situación bancaria en Madrid. El Banco de Isabel li, con sus líneas modernas de actuación, se amplió, y creó en 1846 el Banco Español de Cádiz, que también se convirtió en emisor de billetes. La expansión de éste exasperó al Banco de San Fernando, hasta el extremo de no aceptar los billetes emitidos por la competencia, pese a que ambas instituciones se desenvolvían en medios diferentes. En 1846, la crisis que se había iniciado en Francia e Inglaterra llegó a España, ocasionando una situación difícil a los dos bancos. En vista de ello Santillán, ministro de Hacienda, propuso en enero de 1847 la unión de ambas entidades, iniciativa que fue bien acogida por ambos dada su precaria situación. La fusión se realizó con la intervención del nuevo ministro de Hacienda, Salamanca, que como parte interesada del Banco de Isabel II favoreció a éste.

El nuevo banco español de San Fernando

Con la fusión, el nacimiento del nuevo Banco de San Fernando contó con un capital de 400 millones de reales, de los cuales 200 provenían a partes iguales de los dos bancos, y los otros 200 los suscribieron posteriormente los accionistas. Pero esta cifra nunca se llegó a cubrir. La crisis no cesaba; más bien iba en aumento. Y así, en 1848, agudizada por un desfalco del propio director de la entidad, las acciones que en enero cotizaban a 262 por 100 bajaban a 44 % en el mes de octubre. El gobierno seguía mostrándose incapaz de pagar sus deudas, y los activos incobrables de particulares, procedentes del Banco de Isabel II, llevaron a una situación lamentable. Para ponerle remedio, la ley de 4 de mayo de 1849 dividió el banco en dos departamentos, el de emisión y el de operaciones, y al mismo tiempo se le concedió el monopolio de emisión para toda España salvo Barcelona y Cádiz. Con esto se esperaba recuperar la credibilidad del banco y de los billetes en circulación. Aunque la ley no fue efectiva, la modernización del banco llevó a una reestructuración del mismo, cambiando la figura del director por la del gobernador. El primero fue Santillán, nombrado en diciembre de 1849, quien introdujo una reforma drástica del sistema: rebajó el capital a 120 millones de reales, eliminó los dos departamentos, reguló la emisión de billetes y creó nuevos bancos. Dio a conocer al público los balances semanalmente, en contra de la establecida doctrina del “misterio del crédito”, y mejoró la administración. En resumen, puso las bases de un banco central. Sus mejoras quedaron plasmadas en la ley de 15 de diciembre de 1851. Las actividades del banco continuaron, con numerosas emisiones y constantes reformas de adaptación a una economía ya creciente, hasta que la ley de 28 de enero de 1856 estableció que el Nuevo Banco de San Fernando tomara el nombre de Banco de España.

El banco de España

Nació en virtud de la ley de 28 de enero de 1856, pero su condición de único banco emisor de billetes de curso legal (hasta entonces había 15 bancos emisores), así como su categoría de nacional no llegaron hasta el Real Decreto de 19 de marzo de 1874. Hasta esta fecha hay que destacar la ampliación del capital a 200 millones de reales, el rechazo de crear un banco nacional con capital inglés y dos reformas monetarias. La primera de estas reformas se adoptó en 1864 para rebajar el contenido metálico de la moneda y los derechos de acuñación, y evitar así la fuga de moneda española hacia otros países, al mismo tiempo que introducía el sistema de cuenta decimal. La segunda reforma se produjo en octubre de 1868, para adaptarse al sistema de la Unión Monetaria Latina, con lo cual la peseta pasó a ser la unidad, dividida en 1 00 céntimos. Ante la anulación de los derechos adquiridos de los demás bancos emisores, se les dio la oportunidad de fusionarse con el Banco de España cambiando las acciones a la par, así lo hicieron en su mayor parte, convirtiéndose en sucursales de la nueva entidad nacional. La retirada y cambio de todo el papel moneda existente no se logró hasta 1884, operación que se combinó con la distribución de los nuevos billetes, en principio locales, para pasar luego a regionales y finalmente a nacionales. Esto implicó un gran volumen de emisión, lo que aumentó el capital hasta 700 millones, cifra próxima a los 750 millones permitidos por la ley, y obligó al banco a atender en metálico (plata) los pagos corrientes, para poder frenar la circulación fiduciaria. Se mantuvo una política austera de emisiones, y su convertibilidad sólo en plata, pues la conversión en oro se había abandonado en 1883 por las fugas al extranjero. Esta actitud desprestigió la divisa española en el mercado internacional. Como hemos podido comprobar, el Banco de España no hizo más que aliviar las dificultades económicas del Estado desde su fundación hasta finales del siglo XIX. La pérdida de las últimas colonias en 1898 creó una desestabilización en el país que no se regularizó hasta ya entrado el siglo XX. Siempre de común acuerdo con el gobierno, el banco se convirtió en agente de éste en el extranjero y llegó a participar en el Banco de Marruecos. Concedió préstamos al sultanato en 1910, y en 1918 a los bancos norteamericanos y franceses, operaciones que ponen de manifiesto el resurgimiento económico español.

La ley Cambó

Una nueva era en la trayectoria del banco la marca la Ley de Ordenación Bancaria de 1921, inspirada por Francisco Cambó, ministro de Hacienda. Básicamente lo que destaca de la misma es que convertía el Banco de España en banco de bancos, en detrimento de los clientes privados, al mismo tiempo que aportaba al gobierno una política monetaria, definía por primera vez el concepto de banco central y banca privada, y establecía que el gobierno participaba en los beneficios del banco. En esta misma ley se prorrogó la emisión de billetes, que caducaba en 1921, hasta 1946. Se amplió el capital de 150 a 177 millones de pesetas, y el tope circulante fiduciario pasó de 5. 000 millones a 6. 000. La amplitud de esta ley no nos permite entrar en más detalles, pero sin la menor duda supuso un gran impulso en el desarrollo del banco. Entre 1920 y 1930 no hubo grandes cambios en la entidad a pesar de verse afectada por las sucesivas devaluaciones de la peseta. Los problemas de carácter orgánico empezaron con la República, hasta el extremo de que lndalecio Prieto, ministro de Hacienda, apuntó la posibilidad de una nacionalización del banco, pero la crisis se superó con la distribución en el consejo de tres miembros del banco y tres del Estado. Más adelante, la situación empeoró con la contienda civil, y el banco, al igual que España, quedó dividido en dos. El Banco de España era gobernado desde marzo de 1936 por Luis Nicolau d’Olwer, nombrado por el gobierno de la República, y como subgobernador primero figuraba Pedro Pan, que posteriormente fue el creador del Banco de España en Burgos. La situación en que se encontraba el país hizo que controlara las sucursales, intervención que duró hasta el 11 de mayo de 1938, en que el gobierno de la República trasladó el Banco de España a Barcelona. Entonces tomó de nuevo el control de las sucursales catalanas, y operó y celebró junta de accionistas durante la contienda, la última el 8 de enero de 1939. Cesó sus actividades con la caída de Barcelona. Paralelamente, en la zona nacional fueron agrupándose los miembros de la administración del banco para establecer una nueva administración central en Burgos al amparo de la Junta de Defensa. El 24 de septiembre de 1936, se reunió el consejo en esa ciudad bajo la presidencia de Pedro Pan y representantes de los accionistas. Su primera iniciativa, consistió en unificar la política de las sucursales existentes en zona nacional. Se nombró como subgobernador en Burgos a Antonio Artigas, y se organizó el nuevo equipo de dirección. La situación era de carácter provisional ante la toma de Madrid, que se creía inminente, pero al demorarse ésta, el 12 de marzo de 1938, casi dos años después, se nombró gobernador a Antonio Goicoechea, que asumía a la vez el control de toda la banca oficial (Banco Hipotecario, Banco Exterior de España y Banco de Crédito Industrial). En Santander, el 18 de septiembre de 1938, tuvo lugar una nueva junta de accionistas, en la que se autorizó a la dirección del banco a ejercer las acciones legales necesarias para la recuperación del oro enviado a Rusia por el gobierno de la República. Un decreto del 12 de noviembre de 1936, válido para la zona controlada por la Junta de Burgos, desmonetizó todos los billetes emitidos por el Banco de España en fecha anterior al 18 de julio de aquel año, medida que se extendió a los certificados en plata. La falta de papel se dejó sentir durante toda la contienda, al extremo de tener que emitirlo con carácter de urgencia en gran cantidad de ayuntamientos, de toda España. También se emitieron billetes en Barcelona por la Generalitat y por el Banco de España; en Bilbao y Santander por bancos privados, y en Gijón y de nuevo en Santander por el Banco de España. El Consejo de Asturias y León realizó una serie en 1937, y el Ministerio de Hacienda en Madrid también cubrió sus necesidades emitiendo una serie en 1937. Mientras, en la zona nacional, el 21 de noviembre de 1936 empezó a emitir el Banco de España en Burgos, que continuó haciéndolo hasta el 10 de agosto de 1938. Finalizada la guerra, los billetes desmonetizados continuaron en la misma situación, y tuvieron validez solamente los emitidos en Burgos. A partir de 1939, todo el papel se emitió en Madrid. Un nuevo período del Banco de España comenzó en 1939, pero ante la falta de reservas de oro y de plata y la situación bélica en el exterior, el ministro de Hacienda, Larraz, optó por una reforma interna, poniendo en marcha un ordenamiento monetario y financiero y reorganizando el Banco de España. La ley de 13 de marzo de 1942 dio por liquidados los ejercicios de 1939 a 1941, e inició una nueva etapa. La evolución del banco inspiró la redacción de unos nuevos estatutos, que entraron en vigor el 24 de julio de 1947 y que se mantuvieron vigentes hasta la nacionalización del Banco el 7 de julio de 1962. A partir de esta fecha, además de banco emisor y vigilante de la banca privada, le corresponde gestionar la política monetaria según las directrices de gobierno, guardar los fondos de reserva y divisas y controlar los pagos al exterior. El 14 de noviembre de 1969 sustituyó al Instituto Español de Moneda Extranjera, y a partir del 19 de junio de 1971 asumió las funciones del Instituto de Crédito de las Cajas de Ahorro, y de parte de las propias del Instituto de Crédito a medio y largo plazo. La evolución experimentada por el Banco hasta la actualidad, ha sido una constante adaptación a las tendencias económicas de esta última época, guiada por las necesidades del país y por el reflejo de la actuación de bancos de nuestro entorno geográfico, pero conservando básicamente la normativa y cambios de los últimos estatutos.




Amsterdam y Amberes: las primeras cajas fuertes del mundo

Ya en las últimas décadas del siglo xiv Europa conoció una fase de notable desarrollo económico que puso fin a la prolongada crisis iniciada a mediados de la centuria anterior. La coyuntura positiva se acentuó en el siglo XVI: aumentaron la población y la producción agraria, que constituía la base fundamental de todos los sistemas económicos de aquel tiempo, y el desarrollo del comercio oceánico favoreció el incremento de la producción de manufacturas. El crecimiento de la demanda de artículos de lujo por parte de las pequeñas y las grandes cortes europeas, los gastos para mantener las tropas mercenarias y los abastecimientos a ciudades cada vez más extensas y pobladas, determinaron el considerable aumento de la demanda de artículos de lujo y de uso corriente. Este notable incremento de la demanda cambió también la mentalidad de quienes se dedicaban a la producción: si en la Edad Media era fundamental atender a la calidad, ahora también estaba cobrando importancia la cantidad.

Una economía de dimensiones planetarias

Fueron notables las consecuencias de la Reforma protestante, promovida por Martín Lutero en 1517 con la publicación de sus famosas 95 tesis acerca de las indulgencias. La Iglesia católica había condenado siempre la actividad económica encaminada a obtener ganancias ampliamente superiores a las necesidades de supervivencia del individuo y de su familia. Para los protestantes, en cambio, el trabajo y el ahorro eran aspectos fundamentales de la existencia cristiana, en la que la profesión realizaba la vocación. Particularmente en el calvinismo, una actividad económica floreciente testimoniaba el esfuerzo del creyente para promover el orden social , a mayor gloria de Dios. El descubrimiento de América y la comunicación directa con Asia abrieron nuevos mercados de aprovisionamiento y de destino para las producciones europeas, y condujeron al desarrollo de una economía de dimensiones mundiales. Nuevos centros del comercio internacional sustituyeron los tradicionales que no habían conseguido adaptarse a los nuevos horizontes abiertos por los descubrimientos geográficos. Las especias, los colorantes para los tejidos de lujo, las piedras preciosas y los perfumes seguían las nuevas rutas de Oriente trazadas por Vasco de Gama; el oro, la plata y nuevos productos alimentarios procedían de América. El centro del comercio internacional no era ya la cuenca mediterránea: cobraron una importancia creciente las nuevas escalas portuguesas y españolas, frecuentadas por los comerciantes alemanes, franceses y, sobre todo, holandeses.

Las letras de cambio de amberes

Mientras en Italia nacían los montes de piedad y los primeros bancos públicos, en Amberes y Amsterdam se desarrollaba la bolsa. En la primera mitad del siglo XVI, en Amberes la cifra de negocios se contaba entre las más importantes de la época, porque las importaciones de las colonias de los reinos ibéricos hallaban aquí su centro de distribución mundial. De sus almacenes partían para los principales mercados especias, sal, azúcar de las plantaciones tropicales, tejidos preciosos, oro, plata y cobre. No cabe sorprenderse, pues, de que en Amberes y luego en Amsterdam y en Londres, que le sucedieron como los centros comerciales y financieros más importantes de la Edad Moderna, se introdujeran algunas innovaciones comerciales y bancarias. En Holanda e Inglaterra, países protestantes, el interés no era objeto de condena, por lo que el recurso al crédito resultaba mucho más fácil. No había necesidad de prohibir las cartas de cambio, dado que para obtener un préstamo bastaba que el deudor entregara al acreedor una , promesa escrita de que pagaría su débito a su tiempo. Luego, estos pagarés se convirtieron en títulos al portador transferibles. Se difundieron especialmente en Inglaterra: todavía hoy en los billetes británicos consta la fórmula que aparecía ya en los más antiguos: I promise to pay. . . , típica de los títulos de crédito. Lo representado por el , pagaré podía transferirse a un tercero mediante una asignación. Esto significa que, gracias a una anotación del acreedor sobre el mismo título, una tercera persona podía hacerlo efectivo. Más tarde, del título, y simplificando el procedimiento con una sencilla firma, nacería el documento de endoso. La operación más antigua conocida de descuento de una letra de cambio se efectuó en …




Los primeros bancos públicos en España

La precaria economía española de mediados del siglo XVIII gira en torno a los bancos privados, bancos públicos (no estatales) con reconocimiento oficial, Taules y Montes. La situación es grave, y la Hacienda se ve obligada a pedir préstamos en el extranjero ante la actitud renuente de la Compañía General y de Comercio de los cinco Gremios Mayores de Madrid, que halla dificultades para que le liquiden sus préstamos. Toda esta coyuntura crea un ambiente apropiado para repiantearse, pese a los proyectos fallidos de la Casa de Contratación de Sevilla y del Real Giro, la creación de un banco público estatal. El conde de Floridablanca, José Moñino y Redondo, presenta sendos proyectos al ministro de Hacienda, Miguel Múzquiz, y al ministro de Colonias, José de Gálvez, el 15 de noviembre de 1779. El proyecto no prospera, ya que la situación económica cambia con la llegada de un cargamento de metales preciosos procedentes de México. La bonanza apenas dura unos meses, y el bloqueo inglés a las comunicaciones entre España y las colonias de América, el asedio a Gibraltar y la lucha para la recuperación de Menorca, asimismo en poder de los ingleses, obligan a la Hacienda pública a emitir vales reales por un montante de 15. 203. 000 pesos de vellón al 4 % de interés. La situación sigue sin mejorar, la cotización de los vales desciende, y para sostenerlos finalmente se funda el banco nacional, que además deberá fomentar la industria y los intercambios, y proporcionar suministros a los ejércitos. Así, el 2 de junio de 1782 se crea el Banco Nacional de San Carlos, que se inaugura un año después, el 1 de junio de 1783. La existencia del Banco Nacional no excluye la actividad de la Compañía General y de Comercio de los Cinco Gremios Mayores de Madrid, que sigue auxiliando a la Hacienda estatal hasta que, en 1785, modificados sus estatutos y por evitar la competencia con el Banco Nacional, dedica su actividad a la elaboración de tejidos y prendas para suministro del Ejército, la Armada y los presidios. Su situación se enrarece por el incumplimiento de los pagos de la Hacienda Estatal (1799), y deja de abastecer a los ejércitos y demás instituciones oficiales.

El banco de San Carlos

Como consecuencia de la depreciación de los vales reales que él mismo había propuesto, Francisco Cabarrús, presenta el 12 de octubre de 1781 al conde de Floridablanca (primer ministro), un proyecto de Banco Nacional, que éste apoya. Pide el beneplácito a Carlos lii, y como resultado la mayoría de los ministros apoya la iniciativa, salvo el conde de Gausa, ministro de Hacienda. También se oponen al proyecto los cinco Gremios Mayores de Madrid. Para superar esta oposición, Cabarrús debe desplegar todas sus artes diplomáticas y conocimientos. El 13 de abril de 1782 redacta un memorial en defensa de su idea, que fructifica, y en una asamblea extraordinaria de ministros y expertos en economía, de la que forman parte el conde de Campomanes y Gaspar de Jovellanos, así como representantes de los Cinco Gremios Mayores, funcionarios del Tesoro y hombres de negocios, el proyecto lo aprueban los ministros del rey, que lo confirmaron individualmente por escrito. Tras el estudio y aprobación del proyecto, el 15 de mayo de 1782 Carlos III envía al Consejo Real la cédula por la que se constituye el Banco Nacional de San Carlos, La cédula se publica el 2 de junio del mismo año. El modelo en que se inspiró Cabarrús para la creación del Banco Nacional, no tenía nada de común con el Banco Público de Barcelona (Taula de Cambi) ni con el de Valencia; su modelo fue el Banco de Inglaterra y, en menor medida, el Banco de Amsterdam, aunque conocía la forma de operar del resto de los bancos europeos de la época. El banco estaba bajo la protección real, pero era de propiedad privada: cualquiera podía tener acciones sin que esto conllevara control alguno sobre la entidad. La misión principal del banco era la conversión de los vales reales a la par por metálico, la negociación de pagarés y letras de cambio hasta un máximo de noventa días, y el suministro al Ejército y la Armada. El capital del banco se estableció en 300 millones de reales de vellón, con lo que superaba al del Banco de Inglaterra. Se dividió en 150. 000 acciones de 2. 000 reales cada una, comprometiéndose el banco a cambiarlas a la par. Gaspar de Jovellanos, que había apoyado el proyecto, se mostró disconforme con el monto del capital, que aconsejó se redujera a 200 millones, por creer que no sería posible invertir todos los fondos, y que ello mermaría sustancialmente las rentas del capital. El tiempo le daría la razón. La colocación de las acciones fue difícil, y su venta debió apoyarse con Reales Decretos y con ejemplos: el propio rey compró mil acciones, y quinientas el príncipe de Asturias. A los cinco meses de su puesta en circulación, sólo se habían vendido 9. 452. De todas formas, se convocó la asamblea y se nombró la primera junta encargada de organizar el banco. En esta asamblea se acordó la emisión de billetes sin interés, al estilo de los bancos europeos, y de un nominal en 200 y 1. 000 reales, De la junta salió también el acuerdo de buscar un local, que se alquiló al conde de Sargado, y estaba situado en la calle Luna, 17. Se restauró y habilitó, de forma que el 1 de junio pudo inaugurarse. El 20 de diciembre de 1783, cuando se convocó la segunda junta, sólo se habían desembolsado 28. 150 acciones, pero aún así el banco siguió adelante y decidió emitir billetes por 52 millones de reales. El gobierno accedió a crear una reserva al banco de 30 millones de reales en oro que acuñó la Casa de la Moneda de Madrid, y dio las órdenes oportunas para que los billetes fuesen aceptados. Las acciones del banco nunca llegaron a desembolsarse en su totalidad, pues hubo que suspender su venta en 1785, cuando quedaban 26. 334, por la especulación de que las mismas fueron objeto. El banco pasó por numerosas vicisitudes producto de las intrigas, cambios de juntas, influencias extranjeras y especulaciones, hasta la caída de Cabarrús en 1790. La marcha de la institución nunca fue ejemplar, y afectó al capital y a las operaciones de riesgo contraídas. Como la Corona no cubría ni el pago de intereses, el banco quebró en 1829. Por lo demás, estos fueron años llenos de dificultades: hubo guerra con Inglaterra, los franceses invadieron España, José Bonaparte fue proclamado rey e Hispanoamérica se vio sacudida por las luchas de emancipación. Este cúmulo de circunstancias adversas impidió que la Corona cumpliera con sus compromisos, y siendo ésta el primer cliente del banco, lo arrastró a la quiebra.

Montes de piedad y montepíos

A semejanza de los montes italianos creados en el siglo XV, en 1710 se reconocieron oficialmente en Madrid estas entidades, cuyo reglamento se aprobó en 1712. Nacieron con la idea de socorrer en los tiempos difíciles a empleados, comerciantes y artesanos en las grandes ciudades, pero este objetivo no siempre se cumplió, pues también fueron centro de especulación y usura cuando la demanda superó las disponibilidades del monte. Fueron importantes los montes de Madrid y Granada, así como los de Barcelona, Zaragoza y Jaén. En depósitos de ahorro se pagaba un 3 % de interés a la clientela privilegiada que disponía de ellos. Su importancia indujo a la administración pública a convertirlos en depositarios Paralelamente funcionaban los montepíos, principalmente en la segunda mitad del siglo Xviii, en sus dos versiones: de socorro y de crédito. Nacieron a la sombra de las hermandades, cofradías o gremios, para la protección de sus miembros, pero los que realmente destacaron fueron los oficiales, para militares, marinos o funcionarios, promovidos por Esquilache en 1761. Los montepíos de socorro perseguían un fin caritativo o benéfico, y se alimentaban de las cuotas de sus miembros y de los donativos de los pudientes, para transformarlos en pensiones de vejez, viudedad u orfandad. Los montepíos de crédito se implantaron con la finalidad de mejorar la producción agrícola e industrial. Sus fondos provenían de las vacantes eclesiásticas y de los expolios. Facilitaban semillas a los campesinos, redes a los pescadores y materia prima a los artesanos, con préstamos gratuitos o intereses moderados. Su mayor auge se registró en la segunda mitad del siglo XIX, y perdieron su hegemonía con el nacimiento de las compañías de seguros privadas. Entrado el siglo XX el apoyo estatal a los montepíos les devolvió su protagonismo hasta nuestros días.

El primer papel moneda de España

A finales del siglo XVIII, la situación económica de España ante el bloqueo y la guerra, impidió una recaudación suficiente de tributos para las necesidades de la Hacienda estatal. En estas circunstancias el gobierno aceptó la proposición de un francés, Francisco Cabarrús, economista, banquero y hombre de negocios afincado en Madrid, para proceder a la emisión de vales reales, el primer papel moneda emitido en España. Carlos III autorizó el 20 de septiembre de 1780 la emisión de 9. 900. 000 pesos de vellón en vales al 4 % de interés. Posteriormente, el 20 de marzo de 1781, y para sufragar las campañas de Gibraltar y Menorca, se realizó una segunda emisión de 5. 303. 000 pesos de vellón. La devolución de los mismos acusó las dificultades que sufría el reino. Este primer papel moneda, que mantenía su paridad por debajo del efectivo metálico un 4 %, no fue un buen precedente para las emisiones sucesivas. Los vales reales nacieron con anterioridad a la creación del Banco de San Carlos, como deuda pública, y esa entidad en su primera junta de accionistas, aprobó la emisión de vales sin intereses, lo que los convirtió en billetes. Se efectuó una primera emisión el 1 de marzo de 1783, con los nominales de 200, 300, 400, 500, 700, 800, 900 y 1. 000 reales. La última emisión de vales se llevó a cabo el 1 de marzo de 1798, con valores de 200, 300, 500 y 1. 000 reales. Dos años más tarde, en 1800, tuvieron que ser retirados de circulación por el deterioro de su valor, las falsificaciones y la penuria de la Hacienda pública. Los coleccionistas pagan hoy por ellos considerables sumas.