La difusión de la moneda
A comienzos del siglo VI a. C. es posible que las actividades comerciales estuvieran reguladas de manera poco homogénea, y que se superpusieran los diversos sistemas de intercambio. Para las transacciones domésticas y de entidad limitada se recurría al trueque, ya en uso entre los pueblos prehistóricos, a la moneda natural a base de ganado o cereal y a la moneda utensilio, representada por óbolos, lebetos y tkpodes. Para el comercio internacional se utilizaban los metales preciosos, como el oro y la plata, forjados en anillos o en panes de peso determinado según sistemas metrológicos ya en uso en Palestina y Caldea.
La implantación de la moneda
Durante la primera mitad del siglo VII a. C., esas piezas desaparecieron para ceder su lugar a unas bolitas, mucho más manejables, que permitían una mayor facilidad de intercambio de las mercancías de importe limitado. Muy pronto este sistema fue aceptado y favorablemente acogido en todas partes. Para agilizar y racionalizar aún más los intercambios, las bolitas llevaban contraseñas consistentes en símbolos que certificaban el peso y la calidad del metal sin necesidad de verificarlos cada vez. Es objeto de debate si esta primera fase de la moneda nació por iniciativa privada o bien alcanzó pronto categoría oficial. Algunos especialistas (Breglia, Bernareggi) consideran que los primeros sellos fueron estampados por comerciantes y por santuarios (a menudo los templos desempeñaron funciones bancadas), y muy pronto el Estado se dio cuenta del valor e importancia de estas contraseñas para garantizar las monedas contra eventuales falsificadores (por entonces ya en plena actividad), reservándose el derecho exclusivo de grabar sobre el metal. Otros especialistas, como Kraay, afirman que estos sellos los estampó el Estado desde el primer momento, a fin de distinguir los metales que servían para el pago de mercenarios o funcionarios, asignando con ello a la moneda un origen no comercial. Otra hipótesis (Wili) atribuye un origen ético y moral a las monedas, cuya función era garantizar la igualdad entre los ciudadanos, Esta hipótesis se basa en una afirmación de Aristóteles. El gran filósofo del siglo IV a. C., consideró en la Política la moneda como un instrumento necesario para otorgar entidad real a los intercambios, cada vez más densos y articulados. Pero sobre todo en la Ética a Nicómaco adelantaba la hipótesis de que la moneda nacía de una necesidad de igualdad y justicia social, y sostenía con ello una génesis etico política del dinero (a este respecto, no debe olvidarse que el término latino nummus deriva del griego nomisma, que a su vez procede de la palabra nomos, ley. Las diversas interpretaciones, todas ellas interesantes y dignas de atención, convergen en la unánime afirmación de que a mediados del siglo VII a. C. aparece la primera moneda estatal. De las hipótesis enumeradas, la primera parece la más verosímil, pues la abona un hallazgo efectuado en el Artemision de Éfeso: una vasija de loza contenía bolitas que. pueden fecharse a mediados del siglo VII a. C. y que presentan sencillas estrías y contramarcas de validación de los probables y diversos poseedores. Junto con las bolitas se encontraron otras con la contraseña de símbolos del Estado que las vinculan a emisiones oficiales de Éfeso, Focea y Lidia. Parece bastante evidente que el Estado, habiéndose percatado de la importancia del símbolo, hizo suya esta forma de garantía, desarrollando y distinguiendo el grabado oficial con figuras de gran merito y belleza. El hecho de que durante cierto periodo coexistieran las emisiones privada y estatal atestigua que el paso de una a otra forma fue muy rapido. Muy pronto, en efecto, la moneda estatal invadio el mercado y gozo de las preferencias de todas las plazas. Los motivos son multiples. Ante todo, el Estado iba cobrando cada vez mas importancia e inspiraba creciente confianza, sobre todo en relacion con las entidades privadas y con los bancos, poco conocidos y acreditados. Ademas, la emision oficial no solo era util al ciudadano particular, que veia asi garantizado su dinero, sino tambien al Estado que mediante los derechos de acuñación incrementaba sus ingresos. !> Como ya hemos anticipado, las primeras monedas tuvieron su origen en Asia Menor: al principio eran de electrón (mediados del siglo VII a. C.), y luego, en el reinado de Creso (años 561-546 a. C.), de oro. Pero según la tradición y de acuerdo con algunas pruebas, la primera ciudad griega que acuñó moneda fue Egina, La leyenda narra que un personaje mítico, Fidón rey de Argos, introdujo en la isla de Egina (en el golfo Sarónico, entre el Peloponeso y el Ática) el nuevo sistema de intercambio, implantando como moneda las varillas para asar de hierro o bronce. La moneda de Egina representaba en el anverso la figura de una tortuga, de la cual fue durante siglos su símbolo. Esta isla era un rico centro comercial y controlaba la producción de oro y plata de la isla de Sifnos. Sus tortugas fueron reconocidas y preferidas en los intercambios comerciales del mar Egeo (y fuera de él) desde los siglos VII y VI a. C.
Moneda y progreso social
El mundo griego y todas las regiones de su esfera de influencia adoptaron muy pronto la moneda, gracias a una serie de circunstancias propicias. Ya en el siglo VIII a. C., la civilización helénica atravesaba un período de gran transformación, sobre todo desde el punto de vista económico. La agricultura y la ganadería ya no eran el único medio de sustento: artesanía, astilleros y comercio marítimo acrecentaban y diversificaban las actividades. En este proceso evolutivo tuvieron un gran papel las colonias fundadas en el Asia Menor y la Italia meridional, que aportaron nuevos mercados a la industria de la metrópoli e intensificaron la importancia de metales, cereales y esclavos. Estas condiciones reforzaron la posición de las diversas categorías de artesanos, mercaderes y empresarios, y debilitaron en gran medida a los pequeños propietarios de tierras. La conflictividad entre ambas categorías sociales desembocó en cambios políticos revolucionarios: la nobleza terrateniente ya no fue aceptada como única e indiscutible clase superior, y los nuevos ricos reclamaron sus derechos. Las consecuencias más evidentes de estas transformaciones fueron la promulgación de leyes escritas y la posibilidad de acceder a cargos políticos no sólo por derecho de nacimiento, sino gracias a unos determinados ingresos. La introducción y el uso del dinero impulsaron grandes novedades incluso en el ámbito cultural: en efecto, los intercambios comerciales favorecieron los contactos culturales y, con ellos, el cambio social. Si a comienzos del siglo VI a. C. todas las ciudades griegas de cierta importancia comercial tenían su moneda, otras grandes civilizaciones se hallaban aún lejos de haberla adoptado. Los cartagineses, por ejemplo, prefirieron durante mucho tiempo atenerse al trueque en sus relaciones mercantiles, y los grandes imperios centralizados (Persia, Egipto, la India) contemplaban con cierta desconfianza el intercambio regulado mediante la moneda. ¿Por qué? Hasta la adopción de la moneda, la riqueza consistía en la posesión de tierras, fácilmente controlables y, sobre todo, valorabas y confiscables por el Estado. La moneda hacía al hombre libre, independiente del poder estatal, y por este motivo la autoridad se resistía a aceptar su introducción. Las poleas griegas, con su peculiar estructura de ciudades Estado autónomas y soberanas, privilegiaban al conjunto de sus ciudadanos, y por tanto no opusieron obstáculos a cuanto pudiera promover el progreso social. Abiertas a los intercambios comerciales, e incluso promotores de los mismos, fueron la cuna ideal de la moneda y el medio en que ésta proliferó de manera natural.
El derecho de acuñación
El derecho de acuñación se basa en la diferencia entre el valor intrínseco de la moneda (el precio correspondiente a la cantidad de metal) y su valor nominal (la cotización a la que se hace circular y se cambia la moneda). Con esta ganancia, el Estado paga los gastos ocasionados por la acuñación y, además, crea nuevas fuentes de beneficios, siempre bien recibidos. Precisamente para incrementar estos ingresos, todas las ciudades de Grecia, en competencia unas con otras, lanzaban al mercado monedas que mantenían una elevada ley metálica, o sea, que conservaban todo lo posible el metal precioso en un alto grado de pureza, sin desnaturalizarlo mediante aleaciones con metales menos nobles. En esta especie de competición entraban en juego cuestiones de naturaleza no estrictamente económica, pues la ciudad que presentaba monedas más apetecibles aumentaba su prestigio.