Los antiguos mostraban preferencia por dos metales: oro y plata. Esta predilección la justificaban muchos factores, que nos remiten a las condiciones que determinaron el uso del metal como pauta de valor para el intercambio comercial. Era necesario que el material fuese raro, pero no demasiado; que resultara bastante maleable a fin de poder ser elaborado, pero lo suficientemente duro para conservar ciertas características sin alterarse al pasar de mano en mano; que no se oxidara ni sufriera otros inconvenientes que disminuyeran su peso y su valor; y, sobre todo, que se reconociera con facilidad por el peso, color y sonido. Estas características se encuentran concretamente en la plata y en el oro, que muy pronto se eligieron como los mejores metales para acuñar moneda. Una distinción un poco escolar y simplista atribuye el oro a las monedas de las grandes dinastías de monarcas y la plata, a las repúblicas independientes: los reyes de Lidia, los Aqueménidas de Persia, el imperio de Alejandro Magno y de los diádocos -sus sucesores- produjeron monedas de oro en gran cantidad; las poleis griegas y la República romana, en cambio, prefirieron poner en circulación piezas de plata. Esta distinción, aunque muy genérica, no deja de encerrar un fondo de verdad. Durante muchos siglos, Oriente prefirió el oro. Las primeras monedas de este metal las encontramos en Lidia, la región de Asia Menor heredera de un gran imperio central que había tomado el oro, aun antes de utilizar la moneda, como punto de referencia para todos los intercambios y valores. En la Mesopotamia del IV milenio a. C., floreció una de las mayores y más antiguas civilizaciones, la de los sumerios. Mesopotamia país entre ríos, el Tigris y el Éufrates, hoy repartido entre Irán e lrak) se hallaba en una posición excepcionalmente afortunada, tanto por la fertilidad del terreno como por su condición de encrucijada de caravanas de mercaderes, que le permitía controlar el tráfico desde el mar Egeo al golfo Pérsico. En esta civilización nació y se difundió la escritura (hacia el año 3200 a. C.), precisamente por la necesidad de , marcar y diferenciar las numerosas mercancías de los diversos artesanos y campesinos que llevaban sus productos a las grandes ciudades para intercambiarlos. La población estaba organizada en ciudades templo, en cuyo interior la clase sacerdotal representaba, además de la autoridad religiosa, el poder económico y político. En una civilización tan compleja y organizada penetró el elemento semítico tras la invasión de pueblos que los sumerios no supieron contener (su gran debilidad se debía a la ausencia de unidad política y militar). Entre los diversos reinos formados en este período, el de Babilonia adquirió importancia preeminente, y dio nombre a toda la civilización mesopotámica durante varios siglos (aproximadamente de los años 2000 a 562 a. C.), aunque en esta región se sucedieron y alternaron varios pueblos, entre ellos hititas y asirios.
Los bancos – templos babilonicos
Nos hemos referido a las ciudades babilónicas como ciudades templo, para subrayar la importancia que este lugar de culto revestía en el seno de la civilización que comentamos. En torno al III milenio a. C. surgieron y se difundieron los zigurats, torres que se elevaban en terrazas decrecientes, con un templo en la cúspide y una escalera exterior de acceso (es famosísima la torre de Babel bíblica). Aunque con el paso del tiempo la monarquía fue afianzándose cada vez más, la clase sacerdotal continuó ocupando una posición de gran prestigio y disfrutando de enormes privilegios: además de controlar la instrucción y la cultura, también era depositaria del poder económico. En los templos se acumulaban, en efecto, riquezas fabulosas procedentes en parte de las ofrendas de los fieles y en parte del rendimiento de las tierras y de las manufacturas que pertenecían a la divinidad. El oro se almacenaba en los lugares sagrados junto con las muestras de piedra que servían como unidades de peso, por lo general zoomorfas, o sea en forma de animal: en Babilonia tenían figura de pato; en Egipto, probablemente en recuerdo del uso del ganado en los primeros intercambios, su aspecto era de cabeza de buey. Los templos se convirtieron así en lugares oficiales de verificación de pesas y medidas, además de estar destinados al , pues cada ciudad tenía un sistema propio de normas ponderales. Al principio, las transacciones se desarrollaban en el interior de los recintos sagrados, ante los sacerdotes, que controlaban que fuesen correctas y garantizaban su legalidad estampando sellos. La acumulación en los templos de estos contratos, los depósitos de metal precioso, siempre en aumento, y la necesidad de una gestión y una contabilidad de los fondos, determinaron que en los lugares de culto se crearan los primeros bancos comerciales. Muy pronto, además de los bancos templo surgieron los bancos privados, como testimonio de la gran capacidad de este pueblo emprendedor. Con los primeros banqueros no tardó en difundirse la actividad crediticio. Los préstamos concedidos se gravaban con unos intereses elevadísimos, y ello principalmente por razones sociales. Quien obtenía un préstamo disfrutaba ya de una posición desahogada o era propietario, y podía conseguir grandes beneficios gracias a esta nueva disponibilidad de riquezas: así, estaba en condiciones de mejorar sus cultivos y recoger cosechas más abundantes, y de aumentar las adquisiciones en países extranjeros y revenderias con altísimas ganancias.
Sistemas de pesos y medidas
Aun siendo los pueblos mesopotámicos muy avanzados y organizados, no habían llegado a usar la moneda. Se empleaba el sistema de relacionar las mercancías, en las transacciones, con un producto patrón, que no sólo era el oro y la plata, sino también la cebada. Precisamente en este producto se basa el sistema métrico de los babilonios, llamado sexagesimai porque descansaba en el número 60 y sus múltiples y submúltiplos. Un total de 180 granos de cebada constituían el sicio (8 gramos), y 60 sicios formaban la mina (medio kilo). En el vértice del sistema estaba el talento, que se aproximaba a los 30 kilos. Dicho sistema se usó en todo Oriente durante muchos siglos, y se difundió también en Grecia hasta la introducción del sistema decimal, más práctico y basado en los diez dedos. Siempre se trató exclusivamente de un parámetro ponderal, y nunca se convirtió en moneda. También el oro y la plata, en este primer momento, se utilizaron según una proporción de peso: oro 1, plata 13, 5, según la relación entre año solar y mes lunar. Sabemos el gran valor que tenían la astrología, la astronomía y la matemática para la sociedad babilónico, y la importancia de estas disciplinas llegó a condicionar los sistemas métricos. Después del 1200 a. C., el panorama político de Asia Menor sufrió notables y fundamentales transformaciones: a lo largo de las costas se inició la primera colonización griega, en el interior nacieron varios reinos autónomos, como el de los frigios, y más tarde (siglos VII-VI a. C.) el reino de Lidia, con capital en Sardes. En este reino, heredero de la gran cultura mesopotámica, la dinastía de los Mermnadas emitió piezas de metal, ya pesadas y aquilatadas, garantizadas por el símbolo real: la cabeza de león que hallamos en las primeras monedas de electrón.
Las monedas de los persas
El sistema bimetálico, basado en una relación fija entre oro y plata, fue adoptado por los persas cuando, en el siglo VI a. C., conquistaron Lidia, toda Anatolia, las ciudades griegas de la costa y Babilonia (año 539 a. C.). Con Darío 1 (años 522-486 a. C.), el imperio alcanzó una extensión enorme: comprendía el Alto Egipto, las llanuras asiáticas hasta el lndo, el Cáucaso y el desiedo de Arabia, cubriendo unos 7. 000. 000 kM2. Fue importante su obra de organización, pues trató de conciliar un fuerte control central con las tradiciones locales. La circulación monetaria en el interior del imperio se efectuaba en dáricos (del nombre de Darío) de oro y en sicios de plata. Unos y otros, por vez primera en la historia de la numismática, representaban en el anverso una figura humana armada con arco y lanza: el retrato del Gran Rey, con el uniforme de los arqueros de su guardia. En estas monedas coexisten de manera significativa y moderna el concepto de poder regio, que legitima la pieza, y la característica distintiva de Darío y de los reyes que se sucedieron en la dinastía de los Aqueménidas: su papel de grandes militares y conquistadores. Los dáricos de oro pesaban 8, 5 gramos, y el sicio de plata mantenía con el oro una relación de 1: 1 3 y 1/3; por tanto, un dárico correspondía a 1 1 2 gramos de plata. Este criterio se basaba en el postulado de que entre oro y plata había una relación siempre fija. Incluso en un sistema comercial arcaico como el persa, no era posible mantener inmutable esta proporción sin falsear las reglas del mercado. Entonces (como hoy) esta relación variaba de manera autónoma por razones de especulación, tesaurización o producción.
Un viaje largo y fatigoso
A modo de ejemplo de cómo se llevaban a cabo las transacciones comerciajes en el mundo mesopotámico, describamos brevemente los intercambios con Kanis, una de las más importantes colonias asirías en Anatolia entre 1900 y 1800 a. C. Este centro comercial distaba más de 800 km de la metrópoli y se encontraba en una región muy inaccesible, a la que sólo podían acceder caravanas de asnos. En la estación favorable (en invierno se interrumpían los contactos), partían de la capital grandes cantidades de plomo y estaño extraídas de las minas asirías, telas y damascos. A la llegada de las mercancías, tras el largo y difícil recorrido, habían multiplicado su precio: los metales costaban el doble que a la partida, y los tejidos, el triple. Naturalmente, el viaje era muy costoso, pero merecía la pena emprenderlo porque los beneficios eran muy elevados. Además, los comerciantes conseguían reducir gastos ahorrando en el salario de los conductores de asnos. También la venta de estos últimos en el lugar de destino constituía una fuente de notables ganancias. Para el transporte del oro y la plata obtenidos de las ventas, se empleaban correos, también muy usados para la correspondencia.
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